28 de septiembre de 2011

0503- LA MÚSICA DE LOS POBRES.

Eran los años 50 cuando, en mis primeros años de vida, llegué a ver lo que entonces era todo un espectáculo que se venía arrastrando desde algunas décadas atrás.
Se llamaba por estos lares "el manubrio", por ser el nombre de la manivela que lo ponía en marcha. Otro nombre era el de Piano de manivela.
Madre mía, ¡cuanto ha llovido desde entonces...! 
Con unos pueblos sin coches, cualquier sonido llamaba la atención. 
No se trata de que los pueblos de nuestra vieja España estuvieran en silencio, que no lo estaban, pero los sonidos repetidos no llaman la atención y así ocurría con los gritos de llamada de las madres a sus hijos, los de alguna disputa doméstica entre maridos y mujeres, o el entonces habitual cantar de éstas mientras se llevaban a cabo los quehaceres habituales de la casa.

En aquellos tiempos, recién acabada la guerra civil y todos sin un duro en el bolsillo, eran frecuentes los cánticos en las casas y también en las tabernas donde, con excusa o sin ella, era harto frecuente la salida de una guitarra y el cante de unos fandangos no siempre a cargo de gentes con buena voz y perfecta entonación. 
Aplausos a los que bien lo hacían y risas para los desafinados cantores, pero en todos los casos seguidos de un trago de vino peleón que hacía las delicias de la concurrencia y la satisfacción del tabernero, que se frotaba las manos ante el beneficio. Así se olvidaban, o pretendían olvidar, las muchas miserias y la poca comida que había en este país abandonado de la mano de Dios.  
Independientemente del organillo ambulante, en la taberna de algunas aldeas solían haber organillos de este tipo, más grandes y robustos que situados en un rincón de la sala daban cumplido servicio a quien lo demandara. Al respecto de lo anterior, cabe decir que mi padre tenía un socio en la llamada "Venta de la Figuera", en el término municipal de Cuevas de Vinromá (Castellón), que solía invitarle todos los años a la matanza del cerdo. No habiendo taberna en esa aldea, tras la cena solíamos desplazarnos al "mas d'Enrieres" (1 Km. escaso) para alargar la velada y hacer algún contacto comercial con los masoveros de la zona. La taberna del "mas d'Enrieres" disponía de este organillo descomunal que habitualmente tocaban los más viejos o los niños. Yo que entonces tendría 8/10 años, estaba invitado como cualquier otro niño a darle también a la manivela mientras los mayores bailaban al ritmo de tan extraordinario aparato.

El tema, para los jóvenes de ahora prehistórico, fue vivido desde los inicios del siglo XX y muy especialmente por los supervivientes de la contienda. También por aquellos que nacimos dentro de la década de los 40, en plena posguerra, cuando lo único urgente y necesario era comer. 
Sin televisión y el 95% de las humildes viviendas sin aparato de radio, hombres y mujeres sabían canciones y las cantaban durante su arduo trabajo, más aún con cualquier excusa de tipo festivo. La mayor parte de ellas eran lógicamente antiguas y de corte popular, pero también algunas más modernas eran entonadas por la población. 
La renovación musical venía de la mano de los organilleros; gentes que, con una periodicidad más o menos mensual, llegaban a los pueblos pertrechados con un viejo organillo montado en la caja de un pequeño carro, arrastrado normalmente por un pollino de poca alzada. 
En las ciudades, ni eso. Allí el pequeño carrito, era de mano y arrastrado por el ejecutante que, de manzana en manzana, iba deleitando a las gentes del barrio a cambio de unas monedas con las que poder alimentarse.

Maravilla de la ingeniería de aquellos tiempos, los viejos organillos renovaban periódicamente su funcionamiento y repertorio a fin de mantener la atención del aficionado cantor pueblerino. 
En los de viento, de tubos accionados por medio de un fuelle, un patrón de cartón abría y cerraba el paso del aire a las válvulas de las diferentes notas, admitiendo la renovación de hasta 600 rollos musicales. 
El de manivela, más típico y tradicional y mucho más económico, se accionaba con "el manubrio" que hacía girar el tambor al tiempo que una palanca muescada permitía el cambio de una a otra canción. 
En todos los casos una tarea complicada la de viajar por los caminos de España a bordo de la mencionada carreta que, además de llevar el organillo, daba acomodo a sus propietarios. 
Este "negocio", que sin duda apenas si permitía comer, tenía dos vertientes económicas que eran la de llevar la música a los pueblos a cambio de una limosna y la venta de la letra de las canciones interpretadas. Apenas llegados a las primeras casas de la población, el viajero paraba al cansado animal que agradecido bajaba la cabeza buscando alguna hierba que siempre brotaba en la orilla de las calles, entonces de tierra. 
El hombre apartaba la sábana que cubría el aparato y empezaba a darle a la manivela que, de inmediato, arrancaba las primeras notas al artilugio. 
Al escuchar la melodía, mujeres y niños salían a la puerta de las casas y al finalizar la canción la compañera del ejecutante, que en alguna ocasión hacía de vocalista, pasaba un pequeño platito a la vez que vendía, a quien tuviera interés, unas octavillas que tenían impresa la letra de la canción recientemente escuchada. 
Acabada la venta y petición de limosna, el carrito iniciaba nuevamente la marcha hasta la manzana siguiente, donde se repetía la actuación.
No me cabe en la cabeza que semejantes miserias se recuerden décadas después con tanta nostalgia...

En uno u otro tamaño, este humilde pariente de los pianos se pudo ver por las calles de los pueblos españoles y también en sus ciudades hasta la década de "los sesenta". 
No mucho más allá, aunque lógicamente alguna de esas reliquias haya podido salir posteriormente de su "museo particular" con motivo de algún especial acontecimiento.
Una palanca, provista de una serie de muescas permitía el acceso, a petición, de las diferentes canciones introducidas en el organillo. 
Aunque de forma esporádica, su presencia en los pueblos era habitual y muchas veces esperada. 
A modo de circo ambulante, alguno de ellos se acompañaba de un simpático perrito que daba volteretas mientras la música sonaba, haciendo las delicias de los más pequeños. 
En alguna ocasión a la pequeña moneda se unía un pequeño trozo de pan seco, que el animalito agradecía con una voltereta, lo que llevó a la frase de "por el pan baila el perro".
Salvo en momentos de lógica parada y descanso en algún café del recorrido, donde saborear un "chato" de vino cortesía del tabernero para agasajo musical a sus clientes, el organillo ya no paraba de ejecutar canciones en toda la mañana, lo que permitía a la mujer una mayor venta de las letras de todo el repertorio que llevaban. Así se aprendía en aquellos tiempos una canción, no escuchada por medio de otros métodos más modernos entonces escasos.

Bien es cierto que alguna casa, muy pocas, empezaba a comprar algún aparato de radio y las pandillas de jóvenes con más posibles, intentaban alcanzar la compra común de aquel aparato llamado gramola, también de manivela, que permitía organizar algún baile casero siempre vigilado naturalmente por las madres de las chicas que acudían al mismo.
Todo era entonces ingenuidad y pobreza pero, por alguna extraña razón, todas aquellas miserias se recuerdan hoy con nostalgia y agrado. 
Será seguramente porque uno era joven e inexperto y cada uno de los peldaños que se alcanzaban en la vida se convertía en una experiencia gratificante, digna de la más alta consideración y mejor recuerdo.

RAFAEL FABREGAT

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