Tal como estaba previsto, ayer fuimos a buscar rovellones a la misma zona del Maestrazgo donde la semana anterior abandonamos la búsqueda por falta de espacio donde ponerlos. Ya dije en mi entrada anterior que pensar en el guiso antes de cazar la liebre suele dar malos resultados, lo cual no quiere decir que la cosa saliera mal... pero tampoco como pensábamos. Resulta un poco extraño, pero se trata de un lugar apartado al que suele ir poca gente y permite que se produzca este tipo de situaciones. A esta búsqueda se sumaron nuestra hija mayor, su marido y las dos nietas de 3 y 6 años. Nuestra segunda hija no pudo venir puesto que su marido tenía concierto en el Auditorio de Castellón. A la llegada al lugar no había coche alguno pero notamos algunos cambios. No hicimos mucho caso puesto que tampoco sabíamos cuando ni quien los había producido.
Tampoco vimos setas malas arrancadas ni pezón alguno que nos indicara que hubieran cogido nada. A escasos metros del coche llevé a las nietas a una rovellonera conocida y allí estaban las setas bien visibles para que la pequeña Daniela de tres años cortara los primeros rovellones de su vida, mientras Inés la mayor iba llenando la cestita ya con perfecto orden y conocimiento del asunto pues ya los había buscado otra vez en el mismo lugar. Aquello me dio tranquilidad, incluso para pensar que me había equivocado y que aquel paraje seguía intacto, sin intrusos que nos hubieran limpiado la zona. Sacamos las cestas y comenzamos la búsqueda desde los propios vehículos. Sin prisa pero sin pausa los rovellones fueron colocándose en las cestas con la natural alegría de todos.
Los pequeños y sonrosados níscalos de la semana anterior habían dejado paso a rovellones de tamaño medio y grande. La misma variedad pero de mayor tamaño y en familias de hasta una docena de ejemplares y más, que en poco más de una hora habían llenado las cestas de todos nosotros. Cada uno por su cuenta nos encontramos en los coches para vaciar o cambiar la cesta. Cogimos cada cual su bocadillo y nos volvimos a buscar, retomando el punto que habíamos dejado minutos antes. Prácticamente a partir de ese momento la presencia de otros buscadores se hizo evidente. Voces y charlas lejanas delataron la presencia de gentes que no veíamos y también en el suelo empezamos a detectar inmaculados pezones blancos de llanega. Sin embargo el monte es grande y nadie puede encontrarlo todo.
A pesar de saber que había gente que nos llevaba la delantera, todos nosotros seguíamos recogiendo rovellones en buena cantidad. De pronto allá a lo lejos vimos dos jóvenes con una gran cesta cada uno que llevaban algo más de media. Al detectarnos se alejaron, como suele ser tradicional entre los buscadores con un mínimo de cortesía. También nosotros giramos unos grados en la búsqueda. De pronto se nos cruzaron por delante dos marroquíes armados con sendas cajas de plástico casi llenas de setas y que portaban atadas con una cuerda a modo de asa, que sin duda se les metería en la carne por el mucho peso. Esas gentes no gastan cortesía de ningún tipo y te cruzan por delante y por detrás a grandes zancadas, como si fueran una manada de jabalíes.
Más tarde comprobamos que los marroquíes habían subido a la montaña con el coche y bajaban buscando, a la vez que iban trasladando el vehículo hacia abajo por el abandonado camino.
Tampoco vimos setas malas arrancadas ni pezón alguno que nos indicara que hubieran cogido nada. A escasos metros del coche llevé a las nietas a una rovellonera conocida y allí estaban las setas bien visibles para que la pequeña Daniela de tres años cortara los primeros rovellones de su vida, mientras Inés la mayor iba llenando la cestita ya con perfecto orden y conocimiento del asunto pues ya los había buscado otra vez en el mismo lugar. Aquello me dio tranquilidad, incluso para pensar que me había equivocado y que aquel paraje seguía intacto, sin intrusos que nos hubieran limpiado la zona. Sacamos las cestas y comenzamos la búsqueda desde los propios vehículos. Sin prisa pero sin pausa los rovellones fueron colocándose en las cestas con la natural alegría de todos.
Los pequeños y sonrosados níscalos de la semana anterior habían dejado paso a rovellones de tamaño medio y grande. La misma variedad pero de mayor tamaño y en familias de hasta una docena de ejemplares y más, que en poco más de una hora habían llenado las cestas de todos nosotros. Cada uno por su cuenta nos encontramos en los coches para vaciar o cambiar la cesta. Cogimos cada cual su bocadillo y nos volvimos a buscar, retomando el punto que habíamos dejado minutos antes. Prácticamente a partir de ese momento la presencia de otros buscadores se hizo evidente. Voces y charlas lejanas delataron la presencia de gentes que no veíamos y también en el suelo empezamos a detectar inmaculados pezones blancos de llanega. Sin embargo el monte es grande y nadie puede encontrarlo todo.
A pesar de saber que había gente que nos llevaba la delantera, todos nosotros seguíamos recogiendo rovellones en buena cantidad. De pronto allá a lo lejos vimos dos jóvenes con una gran cesta cada uno que llevaban algo más de media. Al detectarnos se alejaron, como suele ser tradicional entre los buscadores con un mínimo de cortesía. También nosotros giramos unos grados en la búsqueda. De pronto se nos cruzaron por delante dos marroquíes armados con sendas cajas de plástico casi llenas de setas y que portaban atadas con una cuerda a modo de asa, que sin duda se les metería en la carne por el mucho peso. Esas gentes no gastan cortesía de ningún tipo y te cruzan por delante y por detrás a grandes zancadas, como si fueran una manada de jabalíes.
Más tarde comprobamos que los marroquíes habían subido a la montaña con el coche y bajaban buscando, a la vez que iban trasladando el vehículo hacia abajo por el abandonado camino.
Pensarían (con acierto) que arriba estaría menos buscado y hacían el camino de búsqueda a la inversa de lo que es habitual.
No estaba mal pensado, pero en España nadie hace tal cosa.
Sin duda después verían que su perspicacia no había dado buen resultado, porque las partes más bajas son mucho mejores y si no están buscadas, como era el caso, tienen mayor cantidad de setas.
Aún así ellos llevaban unas cuatro cajas llenas de rovellones y otras tantas que esperaban llenar. No fue así...
Aún así ellos llevaban unas cuatro cajas llenas de rovellones y otras tantas que esperaban llenar. No fue así...
No quiero ni pensar lo que hubiera sucedido si llegan a buscar subiendo, como es lo normal. Seguramente nos habríamos quedado mirándonos las caras unos a otros y no hubiéramos encontrado nada.
Cuando en mitad de la ladera tropezaron con nosotros podían dar la búsqueda por finalizada, pues de ahí hacia abajo lo habíamos buscado nosotros.
Habían llegado los primeros, pero su sistema de búsqueda nos había dejado el campo libre y nos había permitido cargar a tope y con facilidad.
Como podéis suponer, si tener a dos jóvenes por delante no era en absoluto lo que nosotros habíamos imaginado para tan idílica mañana de búsqueda, menos aún era llevar (además) a dos marroquíes de los que buscan de forma sistemática y profesional para ganarse el jornal, puesto que no dejan títere con cabeza.
Demostrando más gula que experiencia, buscaron de arriba hacia abajo, lo cual nos dejó a los demás la parte más fácil y sustanciosa.
A las 11'30 de la mañana y con poco más de dos horas habíamos recogido seis cestas grandes entre los cuatro. Mi yerno y yo dos cestas cada uno y las mujeres una cada una, a la vez que custodiaban y enseñaban el "oficio" a la guardería que llevábamos. Un tercio más de cosecha que la semana anterior y parecido "problema". Prácticamente a la misma hora finalizábamos la búsqueda, no por falta de setas ni por falta de sitio donde ponerlas pues esta vez yo había subido provisto de cestas y cajas grandes pero, para una persona de 65 años y no sobrada salud, recoger 15 Kg. de rovellones en dos horas es un trabajo que cansa. Yo ya no quería saber nada más y con la segunda cesta hasta el asa me dirigí hacia el coche verdaderamente cansado. Todavía dos días después noto cierta lumbalgia. Aprovechando que es un paraje relativamente llano, mi mujer deambulaba por las inmediaciones con la nieta mayor y llegó un momento que no sabían donde estaban los coches, cuando en realidad los tenían a escasos 100 metros. También ella llevaba la cesta hasta los topes.
Cortando y jugando, hasta las cestitas de las niñas estaban llenas...
- ¡Vámonos al pueblo a comer! -les dije a todos.
- ¡Es muy pronto! -respondieron al unísono.
- Ya lo sé, pero nos cuesta casi media hora para salir a la carretera. Iremos a la fuente a lavarnos las manos, las niñas verán los lavaderos, llenaremos las botellas con ese agua tan buena y mientras tanto ya será hora de comer... Además, ¿no tenéis las cestas llenas?. Accedieron y marchamos. Al llegar a la carretera vimos que estaba repleta de coches, con los buscadores llegando con sus cestas a la mitad, pero felices con la cosecha obtenida. Algunos comerían allí mismo y después entrarían otra vez al monte. A nosotros nos gusta ir al restaurante y después a casa. ¿Para qué queremos más rovellones, si no sabemos que hacer con ellos?. ¡A no ser que compráramos un arcón-congelador...! (Como así fue).
RAFAEL FABREGAT