Pero vamos al asunto que nos ocupa. Los Tercios Españoles fueron creados por el rey Carlos I de España y V de Alemania ante las amenazas gabachas que pretendían apoderarse de los territorios españoles de Milán, Nápoles y Sicilia, todos ellos obtenidos por testamento y no por conquista. Las tropas hispanas que había en aquellas regiones fueron adiestradas para defenderlas de los franceses primero y de los turcos después, pues los dos países pretendían apoderarse de plazas tan estratégicas. Ahí y entonces nacieron los Tercios de Nápoles, Sicilia, Lombardía y Cerdeña, aunque algunas crónicas dejan fuera a este último por haberse creado con algún retraso con respecto a los tres primeros.
En 1.566 las provincias protestantes de los Países Bajos se aliaron en contra de su rey Felipe II de España al grito de ¡independencia!.
La respuesta del rey no se hizo esperar, mandando más de 10.000 soldados a la zona capitaneados por el Duque de Alba, su más sanguinario general, y entre esas tropas incluyó también al Tercio de Cerdeña.
En las proximidades de la abadía de Heiligerlee Luis y Adolfo de Nassau, hermanos del líder de la rebelión Guillermo de Orange prepararon una emboscada a las tropas reales de la Casa de Austria. Más de 6.000 hombres, perfectamente armados y pertrechados, les esperaban en esta ciudad de la provincia de Groninga.
Conocedor de los hechos, el Duque de Alba mandó al lugar diez compañías (2.000 hombres) del Tercio de Cerdeña al mando de Gonzalo de Bracamonte que se unieron a algunas banderas alemanas fieles al rey y comandadas por el conde de Aremberg. Los enemigos se habían hecho fuertes en la posición privilegiada de la abadía de Heiligerlee, por lo que atacarles frontalmente podía convertirse en una masacre. Gonzalo de Bracamonte, cumpliendo las órdenes recibidas de su superior quería atacar pero el conde de Aremberg, conocedor del terreno, lo consideraba una temeridad. El terreno que las tropas españolas tenían que atravesar para llegar hasta los rebeldes presentaba una serie de zanjas, consecuencia de la extracción de turba de las gentes de la zona, y ello podía ser aprovechado por el enemigo para disparar a placer. La insistencia y los reproches de Bracamonte cansaron al alemán y para demostrar al hispano que ni él ni los suyos tenían miedo al enemigo se dispuso a ordenar a sus tropas para el ataque.
Sin embargo los valerosos arcabuceros del Tercio de Cerdeña no esperaron tanto y, creyendo una victoria fácil se lanzaron al ataque sin esperar a los alemanes. Cansados pero ciegos ante la batalla no miraron zanjas ni atolladeros, atascándose en muchos de ellos y no pudiendo aprovechar sus armas ni el factor sorpresa. Ante la falta de orden con que avanzaban, el Tercio de Cerdeña fue masacrado en pocos minutos por los arcabuceros enemigos que les esperaban atrincherados. Todos los primeros que se adentraron en aquellos terrenos cenagosos fueron muertos sin que apenas tuvieran ocasión de disparar, mientras el millar que iba en retaguardia dio media vuelta y escapó al grito de ¡sálvese quien pueda!.
Mientras tanto los alemanes del conde de Aremberg, lejos de apoyarles, viendo como sus compañeros de armas eran acribillados sin remisión o escapaban a la masacre, se rindieron a los protestantes y salvaron su vida. Tras varias horas escapando de aquellas tierras hostiles, los supervivientes del Tercio de Cerdeña más rezagados pidieron cobijo en los pueblos próximos pero estas gentes no solo fueron reacios a ayudarles, sino que los entregaron a los rebeldes o los asesinaron directamente.
Conocedor de los hechos, el Duque de Alba mandó al lugar diez compañías (2.000 hombres) del Tercio de Cerdeña al mando de Gonzalo de Bracamonte que se unieron a algunas banderas alemanas fieles al rey y comandadas por el conde de Aremberg. Los enemigos se habían hecho fuertes en la posición privilegiada de la abadía de Heiligerlee, por lo que atacarles frontalmente podía convertirse en una masacre. Gonzalo de Bracamonte, cumpliendo las órdenes recibidas de su superior quería atacar pero el conde de Aremberg, conocedor del terreno, lo consideraba una temeridad. El terreno que las tropas españolas tenían que atravesar para llegar hasta los rebeldes presentaba una serie de zanjas, consecuencia de la extracción de turba de las gentes de la zona, y ello podía ser aprovechado por el enemigo para disparar a placer. La insistencia y los reproches de Bracamonte cansaron al alemán y para demostrar al hispano que ni él ni los suyos tenían miedo al enemigo se dispuso a ordenar a sus tropas para el ataque.
Sin embargo los valerosos arcabuceros del Tercio de Cerdeña no esperaron tanto y, creyendo una victoria fácil se lanzaron al ataque sin esperar a los alemanes. Cansados pero ciegos ante la batalla no miraron zanjas ni atolladeros, atascándose en muchos de ellos y no pudiendo aprovechar sus armas ni el factor sorpresa. Ante la falta de orden con que avanzaban, el Tercio de Cerdeña fue masacrado en pocos minutos por los arcabuceros enemigos que les esperaban atrincherados. Todos los primeros que se adentraron en aquellos terrenos cenagosos fueron muertos sin que apenas tuvieran ocasión de disparar, mientras el millar que iba en retaguardia dio media vuelta y escapó al grito de ¡sálvese quien pueda!.
Mientras tanto los alemanes del conde de Aremberg, lejos de apoyarles, viendo como sus compañeros de armas eran acribillados sin remisión o escapaban a la masacre, se rindieron a los protestantes y salvaron su vida. Tras varias horas escapando de aquellas tierras hostiles, los supervivientes del Tercio de Cerdeña más rezagados pidieron cobijo en los pueblos próximos pero estas gentes no solo fueron reacios a ayudarles, sino que los entregaron a los rebeldes o los asesinaron directamente.
Aquella masacre quedó olvidada para el ejército imperial pero no para los soldados del Tercio de Cerdeña que, cuando se pudo recuperar Heiligerlee, incendiaron los pueblos donde fueron asesinados sus camaradas sin que ninguno de sus capitanes moviera un solo dedo para impedirlo.
Aquel episodio colmó la poca paciencia del duque de Alba, ya bastante desbordada por la huida de sus tropas frente al enemigo. De hecho, cuando regresaba de la batalla de Jemmingen, al pasar con el ejército por el lugar donde sus tropas habían sido vencidas incendió el lugar.
Allí mismo tomó la decisión de acabar con el Tercio de Cerdeña, en lo que él consideraba una vergüenza y una afrenta personal.
Faltaba solo encontrar el momento oportuno que ahora le era servido en bandeja de plata.
En primer lugar mandó llamar a su comandante Gonzalo de Bracamonte y a todos sus capitanes y los degradó con carácter inmediato, dejando patente que actuaría contra ellos en caso de una nueva provocación.
Dos días después y en presencia de todo el ejército en formación, se rasgaron las banderas del Tercio de Cerdeña y se rompieron las astas, los capitanes quemaron sus bandas y los sargentos sus partesanas.
Algunos soldados no pudieron evitar una lágrima, por la vergüenza personal y por ver como se ponía fin a una unidad mil veces distinguida por su valor. Con aquella ceremonia el Tercio de Cerdeña quedaba deshonrado y aniquilado para siempre. Queda sin embargo una pregunta en el aire... ¿Qué hubiera hecho el duque de Alba ante un fuego contra el que no se podía luchar?.
Algunos soldados no pudieron evitar una lágrima, por la vergüenza personal y por ver como se ponía fin a una unidad mil veces distinguida por su valor. Con aquella ceremonia el Tercio de Cerdeña quedaba deshonrado y aniquilado para siempre. Queda sin embargo una pregunta en el aire... ¿Qué hubiera hecho el duque de Alba ante un fuego contra el que no se podía luchar?.
No lo sabremos nunca, pero cualquiera se la juega diciendo que él no era más valiente que aquellos soldados que se vieron obligados a retroceder. Lo que pasa es que el de Alba era noble, diplomático, conde, marqués, duque, grande de España y hombre de confianza del rey. Con esas armas... ¡Se lucha muy fácilmente en la retaguardia!.
RAFAEL FABREGAT
RAFAEL FABREGAT