Ser imbécil es un peligro para los demás. Alguien se preguntará de qué hablo y por qué... Solo diré que yo puedo afirmarlo porque lo he vivido en mis propias carnes. Una persona sensata, aunque esté cargada de razón, jamás vilipendiará a nadie sin causa justificada e incluso tampoco cuando exista dicha causa. Antes de abrir la boca valorará los pros y contras de poner en práctica lo que su pensamiento le dicta y si hay motivos suficientes para hacer lo que su envidia y rabia interior pueda ordenarle. En cualquier sociedad, incluso en el matrimonio, todos hemos pasado momentos difíciles en los que por menos de nada lo hubiéramos lanzado todo por la borda, pero no es conveniente porque la mayoría de quienes lo hicieron, se arrepintieron pocos días después y, ya sin posibilidad de hacer marcha atrás, se arrepintieron de ello.
Hay que reflexionar, aunque los imbéciles de solemnidad, aún sin tener razón, ni reflexionan ni se arrepienten.
Los imbéciles incluso se casan con mujeres idénticas a ellos... ¡para no tener que cambiar!. El imbécil es bobo, pero no tonto. Está claro que es difícil, por no decir imposible, que un idiota se torne persona sensata.
El imbécil nace, no se hace, y con el peligro añadido de contaminar el mundo con sus retoños, idiotas como él y como sus antecesores. A pesar de lo sufrido, yo quiero ser comprensivo y ecuánime, motivo por el cual me resisto a pensar (y mucho menos a decir) que el imbécil sea un desaprensivo. No, no creo que sea así. El idiota no es un canalla, sino simplemente bobo. Está claro que gente mala la hay, gente que mata por el simple hecho de medrar. Gente sin entrañas, con tan mala calaña que pisa la cabeza de todo aquel que se ponga en su camino, estorbando sus planes. Primero piden, después exigen y si no se les hace caso, a la tercera te matan física o psíquicamente echando sobre ti toda la mierda que no está escrita para destrozarte la vida hasta los cimientos. En ese punto es cuando entran en juego los idiotas porque, como se ha dicho antes, el imbécil nace, no se hace.
En las grandes ciudades la gente no se conoce pero, en los pueblos, cuando te topas con imbécil analiza bien el comportamiento de sus predecesores y verás de inmediato que aquello "de tal palo tal astilla" está más que justificado.
Si un sujeto es idiota, ten por seguro que su padre o su madre también lo fueron. Incluso es más que probable que lo fueran ambos y también sus abuelos. Al problema de la imbecilidad se suma normalmente el de ser lameculos de quienes tengan alguna "sombra" que ofrecer, porque así se lo enseñaron padres y abuelos.
Aquello de que "el que a buena sombra se arrima, buena sombra le cobija" es el único refrán que aprendieron en su niñez.
No son conscientes del daño que pueden hacer, lo cual no es motivo de perdón pero sí de comprensión.
Ser canalla ya no es lo mismo. La gente ruin no es imbécil y sabe lo que tiene que decir, donde y cuando. Siembra el odio en el campo abonado de los idiotas, pero cambia el relato cuando llega el momento de probar que la mierda existe. De todas formas en ese momento el trabajo ya está hecho. La mala yerba arraiga rápidamente en los campos del mal y más aún si quien lo siembra está rodeado de imbéciles que asienten en las acusaciones llevadas a cabo. Claro que, en tiempos de Franco, "llovía" más y la cizaña lo tenía más fácil para prosperar.
Entonces era el acusado quien debía probar su inocencia. Siembras de este tipo no serían ahora posibles, en plena democracia. Ahora no basta acusar a un desgraciado, solo por allanar el camino hacia tus objetivos. Las acusaciones hay que probarlas o al día siguiente te citarán en el juzgado. La gente ruin sabe aprovechar la sazón y el campo abonado, entonces perfecto. Han pasado más de 50 años de aquella siembra. Algunos protagonistas incluso murieron. Ojalá Dios exista y los tenga donde merecen estar.
Muy especialmente al canalla y al idiota de la raíz cuadrada, que echaba el abono con el canuto para que el viento no se lo llevara.
Quedan solo un par de imbéciles, los que iban unos pasos más atrás cubriendo el surco para que la mies quedase salvaguardada de los elementos, asegurando la perfecta germinación de la simiente. Cada cual a su escala, todos fueron cómplices necesarios. Sin ellos la siembra no hubiera podido ser productiva. El canalla estaba centrado en la idea de una cosecha fácil y abundante, pero le faltaban el mulo que abriera el surco, las mieses a sembrar y el abono. Sin estos tres elementos la siembra no hubiera podido prosperar pero, lamentablemente, lo encontró todo en los idiotas necesarios. La mies germinó y pocos meses después recogió la cosecha de mano de la política, la más asquerosa de todas las profesiones pero que tantos beneficios le reportó a lo largo de su carrera y de su vida.
RAFAEL FABREGAT