Lo sucedido en la España de 1492 con moros y judíos fue algo espeluznante, pero no podemos
olvidar que ellos hicieron otro tanto con visigodos y cristianos ocho siglos antes, invadiendo tierras que no eran las suyas y con la diferencia a su favor de que ellos sí que tenían a donde volver. Lo que pasa es que habían transcurrido casi 800 años y ninguno se acordaba que estaban en casa ajena. Esta injusta decisión de los reyes españoles y portugueses, de limpiar de moros todos los caminos peninsulares, solo obedecía a cuestiones religiosas. Por consiguiente los Reyes Católicos permitieron que todos aquellos que quisieran convertirse al cristianismo, aunque solo fuera de puertas afuera, pudieran quedarse. No fue así en 1609 cuando el rey Felipe III los expulsó definitivamente de tierras españolas, aunque en esa ocasión fue el miedo y no las religiones el causante de tan drástica medida.
Las mujeres moras parían como conejas y el número de mudéjares estaba próximo a superar el de cristianos, motivo por el cual los gobernantes cristianos volvieron a temer por su integridad y antes de que ello se produjese lo evitaron expulsándoles sin contemplaciones. De hecho las revueltas mudéjares ya estaban produciéndose desde tiempos atrás en diferentes lugares de España y aunque a los conversos de 1492 se les permitió quedarse en el país, las hostilidades nunca cesaron. Políticamente la expulsión de Felipe III era correcta pero los propios cristianos miraban con no poca lástima el éxodo de aquellas gentes, tan españolas como ellos mismos.
Amigos y vecinos, casi familiares de los propios cristianos, tuvieron que echarse al camino en busca de aquellos barcos que habían de devolverles al territorio africano de sus antepasados, bajo amenaza de muerte si no lo hacían en el plazo marcado. Está claro que todos no eran gente pacífica y la amenaza se cernía sobre la corona de los reyes cristianos, pero todos miraban con horror aquel obligado exilio, por el solo hecho de pertenecer a una raza y religión diferentes. Miles de personas de todas las edades se echaron al camino con sus escasos enseres. Muchos de ellos cayeron y se levantaron decenas de veces, azuzados por los militares que les acompañaban. Algunos murieron o nacieron en el camino en una odisea de graves consecuencias, a pesar de ser tan españoles como los demás puesto que ya sus tatarabuelos lo eran. Ya en 1492, la expulsión llevada a cabo por los Reyes Católicos recibió las felicitaciones de todos los países europeos que temían la llegada de moros como si de la propia peste se tratara, pero la segunda expulsión un siglo después fue más difícil y aplaudida.
En los edictos que se produjeron al efecto se dejaba claro que los moros podían llevarse todas sus pertenencias, a excepción del oro y la plata, en monedas, joyas o lingotes y tampoco armas o caballos. Tal medida impedía a los expulsados abrir negocio de ningún tipo allí donde llegasen. La cifra de deportados era también tan elevada que ningún país africano quería hacerse cargo de ellos. En 1492 fueron 150.000 los que se echaron al camino y aunque muchos murieron durante la travesía, los que llegaron no tenían otro destino que la esclavitud. Mucho peor fue la expulsión morisca de 1609, que fue de más de 300.000 personas. La mayoría eran de Aragón y Valencia, perdiéndose un tercio de su población y el laboreo de buena parte de los campos de cultivo durante años.
En los tiempos actuales las cosas han cambiado notablemente. Los musulmanes en la España de 2015 están llegando a los 2 millones de personas, mientras que los judíos o sefardíes no llegan a los 50.000. Se considera probable que un 20% de la población española puede llevar sangre judía en sus venas y hasta un 40% o más de sangre mora. A la llegada de los árabes en el año 711 la Península Ibérica (España y Portugal) no llegaban a los 4 millones de habitantes entre ambos territorios. Sin embargo la llegada de los árabes supuso el gran despegue de la población peninsular española y solo tres siglos después la ciudad califal de Córdoba llegó a alcanzar los 400.000 habitantes, entonces una de las ciudades más grandes del mundo.
Las ciudades cristianas eran en comparación irrisorias. Muchas apenas si llegaban a los mil habitantes y los pueblos eran simples aldeas, pero con la Reconquista las cosas fueron cambiando.
Como dato curioso, diremos que la población de la ciudad de Barcelona era en el año 1000 de apenas 5.000 habitantes, mientras que Valencia, gracias a la llegada de los moros, ya tenía 15.000.
Las tres mayores ciudades de aquellos tiempos, exceptuando Córdoba, eran Sevilla con 90.000 habitantes, Toledo con 37.000 y Granada con 26.000. Seguían Murcia (19M), Burgos (18M) y Málaga y Zaragoza con 17M habitantes, confirmándose la notable presencia mora en estos territorios y ciudades peninsulares.
RAFAEL FABREGAT
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