Se dice que Giacomo Casanova, el más faldero de los italianos de su tiempo, galanteó y se "pasó por la piedra" a 132 mujeres. Esto que en pleno siglo XXI puede parecer una minucia, por la gran oferta existente, no lo es tanto si tenemos en cuenta que no hablamos de mujeres de pago, sino de mujeres de primeros del siglo XVIII, ilusionadas con sus promesas de amor eterno y seducidas hasta conseguir de ellas cuantos favores fueran capaces de darle. Seguramente serían más, pero éstas son las documentadas en su obra autobiográfica "Histoire de ma vie". Lo cierto es que ya se había contado su vida y "obra" en el post 0853 de este Blog, pero hoy se complementa con la aventura de su presencia en España.
Sin querer quitarle ningún mérito al personaje, sí hemos de recordar que Venecia ya era en aquellos tiempos una de las ciudades más casquivanas del planeta. Más aún para Casanova cuando, por lo visto, su punto de mira siempre estaba puesto en mujeres casadas, ricas y aburridas, cantantes, viudas y nobles lujuriosas. También se habla de alguna monja curiosa con los placeres de la carne pero, por lo general eran mujeres cansadas de todo, que buscaban la aventura fácil a la que Casanova siempre estaba dispuesto. Carnaza de ocasión, viciosa y pasada por muchas manos. Nada de jovencitas inocentes y virginales como alguien pudiera pensar con envidia.
Hijo de una pareja de comediantes, al menos por parte de madre, viajó por media Europa y siempre vigilante ante las carcamales necesitadas de placer, allá por donde fue dejó bien alto el estandarte del poderío amatorio de los venecianos. Perdió su virginidad con 11 años, aunque su primer trío lo tuvo a los 15 con las hermanas Nanetta y Marta Savorgnan. A los 21 años su madre lo llevó a Roma a fin de corregir sus afanes amatorios y lo colocó como fraile al servicio del Cardenal Acquaviva, pero aquello duró poco. No voy a contar aquí sus aventuras ya relatadas, como he dicho, en mi post 0853 pero sí cabe decir que en sus muchos viajes también visitó nuestro país y no parece que saliera muy bien parado.
Expulsado de París, el galanteador veneciano llegó a Madrid en 1767 y al respecto escribió en sus memorias: "el español convierte en cuestión de honra el más mínimo desliz de la mujer que le pertenece. Así pues, las intrigas de amor son allí en extremo misteriosas y llenas de peligros". Ni tanto ni tan calvo. Las crónicas de la época cuentan que el Madrid del siglo XVIII ya fue Edad Dorada en el tema del sexo, pues nobles viudas o solteras mayores, amparadas en las sombras de la noche, salían de sus casas para tener sexo con desconocidos de clase baja. Tampoco faltaron numerosos episodios de muertes violentas de cortesanas y de peleas callejeras a cargo de cornudos y aventureros que se saldaban a veces con hasta veinte muertos en una sola noche.
El propio Casanova escribió sobre Madrid que, "a pesar de mantenerse todavía el poder de la Santa Inquisición, las infidelidades son muchas y también sus consecuencias, difundiendo por la capital todo tipo de enfermedades venéreas hasta el punto de que muchas de las monjas también las padecen, aunque en este caso sin causarle el menor daño a su divino esposo". Más allá de lo dicho anteriormente, la impresión que Casanova se llevó de España fue demoledora. Su descripción es el de un país atrasado, con carreteras impracticables y posadas medievales. A su llegada a Madrid Casanova sufrió el registro de guardias inquisidores que buscaban libros prohibidos y tabaco de contrabando.
Las habitaciones de las fondas tenían cerrojo en el exterior para facilitar los registros de la Inquisición. En su breve estancia en Madrid nunca logró entrar en las esferas cortesanas. Finalmente, acusado de tener armas en su habitación, fue encerrado en el Palacio del Buen Retiro, entonces utilizado como cárcel, escribiendo posteriormente de lo insalubre de las cárceles españolas con estas palabras: "Las pulgas, los piojos y las chinches, son tan comunes en España que no molestan a nadie. Los miran como si fueran el prójimo". La lujuria letal de la noche madrileña y su escaso éxito político, convencieron a Casanova de abandonar en 1767 la Corte Española.
Pasó por Zaragoza y después bajó a Valencia. Según sus palabras, "una ciudad desagradable e incómoda, con calles sin pavimentar y sin cafés ni sitios donde sentarte a tomar algo, salvo tabernas indecentes de vino detestable". Ahí conoció a una bailarina amante del conde de Ricla, capitán general de Barcelona, que había de causar su perdición. A la vuelta de la bailarina a Barcelona, que era su lugar de procedencia, marchó tras ella y por orden del conde fue encerrado durante mes y medio en la Ciudadela. Pasado ese tiempo se le dieron tres días de plazo para abandonar Barcelona y ocho de Cataluña. No son pues de extrañar sus opiniones negativas sobre una España que abandonó entre maldiciones, prometiendo no regresar jamás.
RAFAEL FABREGAT
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