Por pura coincidencia, el 30 de Noviembre de 2.007 se celebró el 500 aniversario de la Feria más antigua e importante de nuestra comarca. (Cabanes, 1507-2007) Digo lo de la coincidencia porque, desde hace algunos años, la feria se celebra el fin de semana más próximo y no en la fecha exacta. Quinientos años, que se dice pronto, celebrando la "Fira de Sant Andreu"; una feria que, claro está, poco tiene que ver con la que históricamente se celebró en nuestra villa hasta la masiva mecanización del campo (1965/70) y que lo cambió todo para siempre. Tanto fue así que en 1.973 a alguien se le ocurrió incluso la (mala) idea de cambiarle el nombre a la Feria y, comulgando con "ruedas de molino", los que entonces mandaban lo consintieron. Poco amor a la historia tenían los autores de tamaña felonía. Todavía eran tiempos de dictadura y de dictadores.
A mí, como a todos los viejos, me puede la nostalgia y no entiendo que, con la llegada de la Democracia, casi todas las calles y plazas del pueblo hayan recuperado sus nombres antiguos mientras la "Fira de Sant Andreu", con cinco siglos de antigüedad y gran prestigio provincial, mantenga todavía el "pegote" que en 1.973 alguien le puso por nombre, apartando de un manotazo 500 años de historia. El inventor no descubrió las Américas; no aportó nada nuevo a un evento que, desde el momento de su creación en 1.507, ya fue una exposición agrícola y dirigida a los agricultores.
El autor del cambio se limitó, eso sí, a menospreciar la tradición centenaria de un pueblo y a imponer su voluntad dictatorial. Es más, para que todos le recuerden, incluso le puso número de orden. Este año 2.010 se celebra pues el "37 aniversario del desprecio" a la historia de Cabanes.
No será pues la "503 Fira de Sant Andreu" la que celebremos, sino la XXXVII Expo-Agrícola. Veremos cuantos años tendrán que pasar para que, personas con la suficiente cordura, devuelvan al pueblo y a la Feria la denominación que le corresponde, la que merece y la que le es propia.
Juro por Dios que ni me he molestado en saber de donde partió la idea ni quienes fueron los que la ampararon. No lo sé ni quiero saberlo. Solo añadiré que si la modernidad es la falta de respeto a la tradición, detesto la modernidad.
Como es lógico, la feria que Doña Germana de Foix le concedió a Cabanes quinientos años atrás nada tiene que ver con la actual, pero tampoco lo tenía la que los que ya peinamos canas conocimos hasta la mencionada década de los 70. Como he dicho antes, los tiempos han cambiado y con ellos el alma de la Feria. Nadie ignora que el acontecimiento ha crecido en expositores y en visitantes pero ¡o a la Feria le falta el alma, o a mí me sobran los años! Me imagino que será lo segundo...
Antaño la Feria se esperaba como agua de Mayo pero hoy, estando todo permanentemente a nuestra disposición, la Feria es un evento puramente festivo.
En los años 50/60, con dos carreterías, tres tratantes de animales, otros tantos herreros, dos ferreterías, ocho o diez tiendas de ultramarinos y cafés o tabernas por doquier, la gente esperaba la llegada de la Feria para comprarse un "matxo", cambiar un carro, y hasta para comprarse una navaja. También esperaba la Feria para tomarse unos "pastissos i figues albardaes", con su correspondiente copa de anís, coñac o mistela, como si durante el resto del año esto no pudiera hacerse igualmente. Era algo más que una feria, era el encuentro comarcal de los agricultores. El lugar donde se intercambiaban noticias y experiencias.
Entonces no había coches pero, ya había alguna moto y por supuesto bicicletas. Llegada la fecha inamovible del 30 de Noviembre... las gentes de Benlloch, Vilanova, La Pobla, Vall d'Alba y especialmente todos los masoveros del Pla de l'Arc pronunciaban esta misma frase...
- Anem-se'n a la Fira de Cabanes!
Unos a pie, otros en carros o en bicicletas, llegaban y abarrotaban bares y tabernas y, por supuesto, la Feria. No había entonces coches ni tractores, ni motosierras o vibradores para recoger las aceitunas. Tampoco estaban los marroquíes con sus paradas de ropa ni los senegaleses con sus bolsos y CD's, pero no faltaban otro tipo de puestos que daban cumplida solución a las necesidades de la época.
Como ocurre ahora con tractores y coches, en "el carrer de la Fira", en los tiempos de Franco llamada "calle del General Aranda", cientos de mulos de todos los colores y tamaños, se unían a gran cantidad de burros, ovejas y cabras.
No faltaban tampoco muestras de carros y guarnicionería de relucientes clavos dorados y todo tipo de herramientas de labranza. Animales y una muchedumbre de agricultores (hombres exclusivamente) llenaban la calle que, al ser de tierra, convertía la feria en una constante nube de polvo.
Una prueba fundamental para estudiar la fuerza de los mulos, consistía en arrastrar un carro bien cargado y con las cadenas de las ruedas pasadas.
En campos cercanos se hacían pruebas de los arados y demás herramientas que allí se vendían. En las últimas décadas llegaron a hacerse incluso concursos de arado, en bancales cercanos, en los que se trataba de ver quien era capaz de hacer el surco más recto.
La Taberna de Micalet, el Café de Xula y la Taberna de Modestet ponían mesitas con bebidas y un plato de "rollets, pastissos i figues albardades". Las encargadas de servir las bebidas siempre enfundadas en luminosos delantales blancos abarrotados de bordados y puntillas.
Como ahora, la Feria reunía todo aquello que la gente necesitaba o quería comprar... La calle del General Aranda reunía todo lo relacionado con la agricultura y la ganadería: animals, collerons per al matxo i aparellades de tota mena, carros, collars per a cabres i gossos, ferramentes per al camp (vernets, forcats, giratories, perpals, masses, corbelles, eixaes, etc.).
Cualquier trato, relacionado con los animales, se cerraba indefectiblemente en uno de los puestos antes comentados. La copa de anís o coñac, acompañada por "pastís o figa albardà" era el minuto previo al cambio de dueño de cualquier animal. Para finalizar el trato, un fuerte apretón de manos, curtidas por el diario trabajo en el campo, era la mejor garantía.
La entonces llamada Placeta de la Farola (hoy Constitución) reunía todas las atracciones de feria llegadas a la población (els Caballets, les Barquetes, el Trenet de la bruixa, les Cadiretes..., además de dos o tres casetas de tiro con rifle y un par de tómbolas). Los "coches de choque", siendo una atracción que ocupaba demasiado espacio, algunos años se colocaba en la Plaza del Generalísimo, hoy "dels Hostals".
También en la misma plaza los puestos de manzanas de caramelo, lana de azúcar, turrones y otros artículos similares, amén de alguna tómbola que no había cabido en su lugar habitual; en la calle de San Vicente todo el resto de paradas que reunían lo más variopinto que uno pudiera necesitar o imaginar.
Los hombres, a primera hora de la mañana, ya se dejaban caer por la feria de animales. En aquellos tiempos los animales en general y los mulos en particular, lo eran todo.
Tengo grabada en mi mente la imagen de una vecina nuestra en la calle de las Eras, madre de Pepe el de Maso que, habiéndoseles muerto el mulo, lloraba amargamente ante la fatalidad que entonces suponía quedarte sin la única herramienta de trabajo, transporte y medio de ingresos. Hoy, que tanto nos quejamos, se rompe un tractor o un coche y al día siguiente se arregla o te compras otro. Entonces no era tan fácil. La oferta era abundante, pero los medios escasos. Los animales, como ahora los vehículos, también se compraban a plazos. No mediante letras bancarias pero sí mediante un simple papel de libreta, donde se especificaba un pago en dos o tres plazos que el mismo tratante o su corresponsal en el pueblo se encargaban de cobrar. Eran tiempos de miseria y un buen mulo (matxo) valía su peso en oro. No debemos pues extrañarnos de que, ante una muerte rápida e inesperada del animal, el dueño llorara desconsolado, no sabiendo hacia donde tirar.
Los carros, confeccionados de forma totalmente artesanal, eran sumamente caros y por lo tanto se reparaban contínuamente y pasaban de padres a hijos. Permanentemente el bote de "sebo" en casa para evitar el desgaste del eje y de la rueda y cuando un radio o una parte del "varal, de les barres o del entaulat" presentaba el más mínimo problema, se reparaba a fin de mantenerlo dispuesto para el uso. Comprarlo nuevo era un desembolso casi inalcanzable para las maltrechas economías. Naturalmente algunos nuevos se harían, pero yo no recuerdo haber visto estrenar ninguno...
Normalmente se esperaba la llegada de la Feria para comprarlo todo, desde unos hierros para hacer la comida en el fuego, hasta unas tenazas y una paleta para coger las brasas y ponerlas en el brasero, o retirar la ceniza de la chimenea. Cualquier cosa necesaria para la casa y también los artículos de barro, se compraban en la Feria, donde siempre costaban algo menos que en las tiendas de la localidad. Pocas casas tenían paellas de hierro y, normalmente, el arroz se hacía siempre en cazuela de barro.
Cualquier artículo de hierro, de barro, de loza, de cristal..., también una silla, una mesa y hasta una puerta o ventana, estaban en la feria para enfado de herreros y carpinteros de la localidad. Era una cuestión de precio y de posibilidades de elección.
La feria no tenía límites; allí se afilaba un cuchillo y se compraba un simple candil, una lámpara de carburo, un juego de ollas o sartenes...
La tienda de la "tía Elodia la Borrega", en la plaza de la fuente, tenía cántaros, ollas, lebrillos y peroles de todas las formas y tamaños, pero no era lo mismo... Faltaba el surtido que facilitara la elección y también la posibilidad de regateo.
Entonces era regalo habitual de las abuelas a sus nietas pequeñas una escobita y un cántaro, de apenas un litro de capacidad, para acompañar a las madres en el cotidiano viaje de ir a la fuente por agua. En la "tenda de la Llandera" y la de "Laureano el de la Llumera" podías encontrar cualquier artículo de vidrio o loza fina, ¡pero todos esperaban a "la Fira de Sant Andreu"!
Las tiendas locales quedaban al servicio de los vecinos durante el resto del año, pero en días de feria la gente quería ver la variada oferta y siempre acababan comprando alguna cosa. Los dueños de las tiendas locales cerraban y también visitaban el mercado para estudiar la competencia. Mientras los hombres intercambiaban animales y billetes por la calle de la feria, o deambulaban presenciando tratos y disputas, pegándose algún lingotazo y dulce correspondiente, a cuenta del tratante que conseguía cerrar la operación, las madres subían y bajaban varias veces la calle de San Vicente viendo las mercaderías allí expuestas; los niños, con o sin dinero, dábamos mil vueltas a la "plaza de la Farola", donde estaban reunidas todas las atracciones.
Los adolescentes preferían las casetas de tiro con rifle y los autos de choque; los pequeños si conseguíamos reunir alguna peseta (a solo 25 céntimos el viaje) nos movíamos entre "barquetes i caballets" y algún viaje en el "trenet", intentando cogerle la escoba a la bruja, en cuyo caso te la cambiaban por un viaje gratis (Una ricura de niños).
Finalizada la tarde los padres, entonces no tan considerados con los niños como ahora, cuando tenían hecho lo que habían venido a hacer, o se cansaban de dar vueltas...
- Rafael... cap a casa que es fa tard!
- Vagen tocant que ja vaig jo de seguida -decía uno implorante.
- Que t'he dit? -respondían sin misericordia...
- Ala... sempre igual!, dons fulanito i menganito es queden un ratet més...!
Una seria mirada era suficiente... ¡No había nada que hacer!
En días de feria, como tenía constumbre hacerlo en Fiestas Patronales, mi madrastra se dejaba la cena hecha y al llegar a casa solo era preciso calentarla. Normalmente, muy fuera de lo común, se trataba de un guiso de carne con huevo duro y pimientos; o bien cazuela de sardinas en escabeche casero que se comían en frío. Comida rápida y sencilla que permitía disfrutar a tope la tarde y, aún así, completarla con un ratito de charla previa con los vecinos, entonces de obligado cumplimiento si el tiempo lo permitía. Al llegar a casa nos quitábamos la ropa "nueva" y nos poníamos la de diario. Permanentemente todas las puertas de la calle abiertas y sus dueños en el quicio charlando con los vecinos próximos o con los que por allí pasaban, era lo habitual. No había otra distracción. Solo dos docenas de aparatos de radio habían en el pueblo y ningún televisor. Con mujeres o sin ellas, los hombres enrollaban los cañizos y se plantaban en el quicio de la puerta con el deseo de charlar con los vecinos que como él estaban esperando que la cena estuviera preparada.
Salía la petaca de tabaco y el librito de papel que pasaba de mano en mano y aquel ratito de charla, previo a la cena, constituía el aperitivo de entonces. Franco, el tiempo y la cosecha de esto o aquello era la conversación de todos los días; siempre la misma y siempre diferente.
- Herminio, el sopar està ja fet! -a voz en grito, o bajando Pilar hasta el corrillo callejero, ponía punto y final a la charla.
El fuego estaba encendido y la pequeña mesa auxiliar, fuera de las comidas guardada bajo la mesa principal, tenía una pequeña cazuela de barro en el centro con la cena. Una pequeña ensalada de tomate y una hogaza de pan constituía todo el complemento. Mi padre se sacaba del bolsillo del pantalón la nueva navaja, que aquella misma tarde se había comprado en la feria y cortaba una rebanada de pan para cada uno, que servía de plato. Acabada la cena metíamos de nuevo la pequeña mesa debajo de la grande y situábamos las tres sillas alrededor del fuego, colocando una manta por detrás sujeta a los respaldos.
Mi "tía" sacaba la vieja caja de cartón donde guardaba aquella novela de tres mil páginas o más que, muchos años atrás, alguien había comprado en fascículos de 5 céntimos y que nadie había podido reunir el dinero suficiente para encuadernarla. "LUCRECIA BORGIA", ponía en letras mayúsculas escritas a lápiz sobre la caja. Sacaba el fascículo pertinente, siguiente al del día anterior, e iniciaba la lectura al tiempo que mi padre se liaba un cigarrillo de tabaco "xurro".
Cuando, con mucha frecuencia, se iba la luz, la lectura de la novela no se veía interrumpida. Mi tía llenaba un pequeño candil de aceite rancio (unos 50 cc) y su duración, de aproximadamente una hora, marcaba el final de la velada. Así transcurría entonces el tiempo y los acontecimientos en el Cabanes de nuestra casa, ¡ni mejor ni peor que en cualquier otra...!
Cierro la entrada para decir que el año 2.007, celebración del 500 aniversario de la "Fira de Sant Andreu", se convocaron algunos actos especiales para darle un mayor esplendor a este quinto centenario. Entre ellos y aprovechando el gran archivo que tiene nuestra fotógrafa local Carmen Segarra, se celebró una exposición fotográfica retrospectiva de la Feria y, entre los cientos de fotografías que allí pudimos admirar, estaba la que tenemos aquí y de la que yo ignoraba su existencia. Según dicen todos... ¡soy yo! (Yo también creo que sí...)
EL ÚLTIMO CONDILL
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