Según la Iglesia Católica, en realidad las órdenes fueron más largas y precisas:
"Yo, el Señor, soy tu Dios, que te ha sacado de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí. No harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto". (Ex 20, 2-5). Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a él darás culto. (Mt 4, 10).
Parece ser que, antiguamente, este primer mandamiento de la Ley de Dios solo hablaba de la necesidad del amor de los hombres hacia Dios. Sería sin duda la Iglesia Católica la que consideró indispensable que ese mismo amor se extendiera hacia el prójimo, como forma de extender el pensamiento cristiano y sus costumbres a las estructuras de la comunidad en que cada cual vive. La humanidad, sin duda por un natural sistema de autoprotección, vive siempre a la defensiva de los muchos peligros que pueden acechar en el día a día. Nada malo puede haber en la enseñanza de la Iglesia, respecto a que los seres humanos deberíamos amarnos algo más de lo que realmente lo hacemos. Sin olvidar, claro está, que ese plus de amor nos dejaría desprotegidos frente al enemigo.
En cuanto al amor hacia Dios, lamentable resulta decir que es complicado. Las religiones están íntimamente ligadas a la pobreza y a la ignorancia. En los países del Primer Mundo sigue habiendo pobres, claro está, pero la ignorancia es cada día menor y esto ha dejado a la religión en un segundo plano. Hasta incluso los fieles practicantes han dejado de creer en la palabra de Dios, aunque sigan yendo a la misa dominical por inercia y por el qué dirán de sus amistades. Aparte del natural escepticismo con el que la humanidad actual acoge las diferentes religiones, el amor a Dios y al prójimo ningún mal puede causar a quienes nos rodean. Más bien es el creyente el que ve recortadas sus libertades por culpa de sus creencias.
La fe lleva pareja una serie de obligaciones con los demás y con la Iglesia que la representa. Nada de ello es bueno si esta obligación no es recíproca. Necesariamente el amor debe ser pagado con ese mismo amor, de lo contrario se apaga. Lo de ofrecer la otra mejilla, al recibir un tortazo, no es propio de la condición humana y por mucho que se predique en favor de esta manera de proceder, hacerlo es de todo punto inadmisible e impracticable. Quienes por su oficio eclesiástico predican este proceder, tampoco lo practican. Amor con amor se paga o, al menos, así debería de ser. A lo contrario, en el lenguaje actual, se le llama hacer el gilipollas. Creo de todas maneras que es mejor dar que recibir...
RAFAEL FABREGAT
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