Los científicos nos han demostrado algo que ya imaginábamos y es que al Universo no se le conoce fin. Porque, claro... ¿Y que hay después del fin?.
Los humanos, por nuestra naturaleza curiosa, siempre hemos buscado el fin y el porqué de las cosas y es ahora, ya en el siglo XXI de nuestra era, cuando se ha demostrado que nada desaparece, sino que simplemente se transforma.
Pues bien ese es el motivo de la infelicidad y por lo tanto de que el lamento vaya siempre parejo con la humanidad. La gente, quejarse se ha quejado siempre y en tiempos de abundancia también. Por muy bien que estemos, siempre creemos que hay posibilidades de estar mejor, enfoque nada conveniente puesto que viendo la botella medio llena seríamos más felices, pero así somos nosotros...
Para ejemplo de lo dicho anteriormente voy a contar algunas cosas que acontecían 50/60 años atrás cuando, sin apenas tener nada que echarse a la boca, éramos todos más felices que ahora...
- Rafael, ves a vorer si la tía Natalia té el foc encés i et pot donar una paleta de brases.
Esta maniobra, práctica común en todo el vecindario, no tenía otra utilidad que la de ahorrar una cerilla a la hora de encender el fuego. ¡Vaya tontería!, dirán los jóvenes de ahora. Pero la tontería no era tal pues todo era entonces escaso e importante; también una cerilla puesto que, para conseguir una cajetilla, tenías que gastar dinero o matar un conejo y la mayoría conejos no teníamos. Lo de matar el conejo era porque una cajita de cerillas era lo que un vendedor ambulante (el pellero) te daba por cada piel de conejo. Claro que, entonces, conejos se mataban pocos.
No habiendo en las casas otro medio de cocción y de calentarse, eran muchas las cosas que giraban en torno al fuego de leña y al posible ahorro que pudiera hacerse.
En el interior de la chimenea solía haber algunos clavos, donde se colgaban los diferentes hierros donde situar una parrilla de alambres, la sartén o la olla para la cocción de los diferentes alimentos. Según el cacharro a colocar sobre el fuego se necesitaba un tamaño u otro y en esos clavos solía haber al menos un par de medidas diferentes de hierros...
Cuando teníamos la suerte de comernos una naranja la piel, siempre sacada de una sola pieza, se colgaba de los susodichos hierros y una vez seca se empleaba como extraordinaria pastilla de encendido. Supongo que todos sabrán que, en la piel de la naranja, hay una sustancia que prende como si fuera gasolina (perpeno) y que no se elimina con el secado, de ahí su utilidad como pastillas de encendido para chimeneas. Su alta combustión se produce por ser un compuesto de hidrógeno y carbono. En épocas anteriores, incluso llegó a utilizarse para fabricar una rudimentaria clase de pólvora.
Otra cosa que no solía faltar cerca de la chimenea era un pedazo de caña y un pequeño cuenco con azufre. El trozo de caña, de aproximadamente 50/60 cm. y con todos los tabiques de entre canutos eliminados excepto el último, era para soplar en las brasas. Al último se le hacía un pequeño agujero con un punzón para que el aire soplado por la otra punta aumentara la presión y se canalizara hacia el punto deseado. El cuenco con el azufre tenía parecida utilidad. Cuando el fuego había quedado prácticamente apagado, unas minúsculas brasas eran suficientes para que el fuego se activara con rapidez echando sobre las mismas un pellizco de azufre. Éste, al contacto con la brasa, se convierte rápidamente en una breve llama azulada que prende la madera seca que previamente hayas echado sobre el hogar. Con esta práctica el fuego está garantizado con rapidez y sin esfuerzo alguno.
Esos y muchísimos otros trucos más eran el pan nuestro de cada día, en aquellos tiempos en que las despensas estaban vacías y las carteras no existían. Está claro que el hambre aguza el ingenio... De hecho, ni siquiera hacía falta tenerlas pues las pocas monedas que habían en la casa, solían guardarse en un pequeño saquito de tela o minúsculo capacito de palma. Pocas cosas era imprescindible comprar, puesto que solo se comía aquello que se cultivaba. La compra, en aquellos tiempos, se limitaba a un poco de arroz, una punta de bacalao, sal y colorante que no siempre se echaba a la comida. Salvo en el caso de tener animales en casa, la leche y la carne brillaban por su ausencia y aún así nadie se quejaba. Conformarse no era una opción, sino algo obligado. ¡Al menos en público...! La tristeza y las lamentaciones venían detrás, en la soledad del hogar...
RAFAEL FABREGAT
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