Cuentan las crónicas que el rey de España Felipe II fue el más meticuloso con la higiene, de todos los monarcas habidos hasta entonces.
Viudo cuatro veces y muertos seis de sus hijos y su hermanastro Juan de Austria, le forjaron una personalidad obsesiva con la higiene corporal que no le impidió una muerte agónica, de 53 días de duración, sin que pudiera cuidar su aseo personal. ¡Cosas del destino!.
Mito o realidad, Dios quiso que aquel desecho de virtudes con respecto a la limpieza, muriera comido por los piojos.
Eso dicen algunos anecdotarios...
Felipe II creció sin la presencia de su padre Carlos I, siempre metido en guerras y contratiempos. Esto marcó el carácter del joven príncipe, único hijo varón y educado bajo muchas presiones.
La madre, que ya había perdido varios hijos, redobló su control sobre aquel hijo que tenía que ser obligatoriamente el próximo rey de España. Lejos de tomarlo a mal, el que tiempo después sería Felipe II de España, desarrolló su amor por el orden y la rutina hasta el punto de confundir lo esencial de lo prescindible y muy especialmente lo referente a su aseo personal. Lo era hasta tal extremo que no podía tolerar la más mínima mancha en la ropa o en cualquier pared de su habitación.
Como suele suceder en estos casos, los años acentuaron estos comportamientos. Los frentes abiertos en Europa y en la propia península, que no contó con el apoyo de catalanes ni valencianos, generó grandes gastos para restaurar el orden. Para 1597 el endeudamiento de la Corona había llegado a cotas insostenibles y ello influyó en la salud del rey que nunca fue excesivamente buena. La consanguinidad de las familias reales era de tales proporciones que la mayoría de los hijos no llegaban a mayores. Felipe II tuvo una salud aceptable hasta los cuarenta años pero, a partir de ese momento, registró diferentes dolencias, cada vez más frecuentes y graves a medida que pasaron los años.
Quince hijos tuvo con sus cuatro esposas, pero solo cuatro de ellos llegaron a mayores. Además de las enfermedades derivadas de la citada consanguinidad su gusto por comer carne en todas las comidas, le provocó la consiguiente gota que casi lo dejó inmovilizado en sus últimos diez años de vida y sufriendo graves dolores. De todas formas, además de ese lento deterioro físico, hubo un asunto anímico que acabó por derrumbar su salud. Su hija Catalina, su "ojito derecho" como vulgarmente se dice, murió de parto.
Ni la muerte de su mujer y sus muchos hijos, ni siquiera la derrota de la Armada Invencible, le habían afectado tanto como la de su amada hija Catalina.
Ya con 70 años a sus espaldas, semejante disgustó afectó gravemente a una salud muy deteriorada y pronto los problemas físicos hicieron acto de presencia. También aparecieron graves úlceras por su falta de movilidad, con hidropesía e imposibilidad de ingerir alimentos sólidos. Vientre y extremidades se le hincharon hasta el punto de no poder ni siquiera firmar documentos. Una persona tan meticulosa con la higiene, sufría incontinencia y apenas podían moverlo debido a los grandes dolores que le producían al intentarlo. El mal olor que emanaba de sus llagas era también nauseabundo, siendo él consciente de ello. Sin embargo lo peor de todo fue, dicen, la infestación de piojos que tal estado de cosas provocó en la cama del rey.
La anécdota está presente en varios libros de Historia. La teoría de muerte por invasión de piojos en una persona tan pulcra como Felipe II, no deja de ser una broma cruel del destino, pues tenía males más que suficientes para hacerlo por causa natural. La noche del 12 al 13 de Septiembre de 1598 y tras cincuenta días de agonía entró en coma. Al amanecer volvió en sí y exclamó: ¡Ya es hora!. Y cerró los ojos para siempre. Había dejado escrito que se le fabricara su ataúd con restos de la quilla de un barco naufragado, con un hábito de tela holandesa y dentro de una caja hermética de cinc para que el olor putrefacto no saliera al exterior. Descansa en el Panteón Real del Monasterio de El Escorial, junto a su cuarta esposa Ana de Habsburgo.
RAFAEL FABREGAT
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