El hotel Burj Al Arab es uno de los más lujosos, de los más caros, de los más altos y más exclusivos del plantea, pero eso no indica que sea el mejor, porque el calificativo de mejor es una simple opinión y de éstas hay para todos los gustos. A la gente del montón, como quien escribe, nos gusta estar en un entorno agradable y hasta incluso lujoso si viene el caso, pero lo primordial es sentirse a gusto, cómodo, como en casa. Personalmente no soy de los que gustan tener al camarero detrás, esperando a que tomes un sorbo de vino para servir de inmediato la cantidad necesaria que mantenga el nivel inicial de la copa. Esa servidumbre excesiva, no suele ser del agrado de la gente normal de clase baja, entre la que me cuento.
Personalmente valoro y agradezco el trato respetuoso, pero siempre de tono cordial. En un hotel o en un restaurante, quien te sirve debe ser un empleado modélico, pero no un esclavo.
Esto me indica que los hoteles superiores a las 5 estrellas no son lo mío pero, en fin, hay gustos para todo. Mi familia es de origen humilde y aunque no me pueda quejar, me siento más a gusto en ambientes que no excedan la comodidad. El lujo, por el lujo, no solo no me llama la atención, sino que incluso me molesta. Me gusta ¿y a quien no? que me traten con respeto, como el cliente que ha elegido un buen destino y lo paga con creces, pero en su justa medida. Si me dan a elegir, quiero la mejor habitación y el mejor baño pero, aunque sea gratis, no quiero a un mayordomo revoloteando a mi alrededor. Creo que me he explicado con claridad.
Lo mismo ocurre en los restaurantes. No me dicen nada los manteles y servilletas de hilo, ni el camarero de chaqué con pajarita que me retira la silla al sentarme. A mí me basta con que la mantelería sea de algodón y que no me falta de nada en la mesa. Prefiero una buena Marisquería, bien surtida y un vino acorde a los manjares a degustar...
Me gusta facilitar la vida a los míos y a mí mismo, incluso pagar a una mujer que le ayude a mi señora en las faenas de la casa, pero no quiero en absoluto que esa persona me llame señor, ni a mi mujer señora, aunque lo seamos. Porque señores somos todos pero, en nuestra tierra, lo de señores tiene otras connotaciones a las que no estamos acostumbrados ni creemos merecer.
En mi casa no seríamos señores, ni aún teniendo mil millones en el banco. El señor nace, a veces incluso sin dinero, pero no se hace cuando parte de los estratos más humildes del escalafón social. ¡Y bien que hacen reír aquellos que, habiendo sido criados de otros, ahora se hacen llamar señores por la gente a su servicio, a la que apenas pueden pagar su mísero sueldo. A mi modesta opinión, cada uno en su lugar y Dios en el de todos. Especialmente en los pueblos, donde todos nos conocemos. Me hace gracia que, en el medio rural, a la llegada de un nuevo secretario de Ayuntamiento, médico, maestro o sargento de la Guardia Civil, la gente trate de Don no solo al profesional, sino incluso a su señora que seguramente no sabe hacer la O más que con un canuto.
En nuestro pueblo, para las mujeres de estos profesionales, el usted respetuoso nunca ha sido suficiente y se las ha llamado Doña Lola, Doña Paquita, etc. por las lameculos pueblerinas e impenitentes que siempre han buscado cobijo en una sombra incapaz de refrescar ni el agua de un botijo.
Resulta chocante que gentes miserables, que apenas sabían qué poner en su mesa, llevaran a estas gentes el primer melón, o los mejores tomates, en una pleitesía ridícula que les llevaba incluso a realizar labores sin retribución alguna, al tiempo que el trabajo de su casa quedaba sin hacer.
En fin, allá cada cual. Personalmente la esclavitud no me gusta, ni para mí ni para nadie. Tener criados no me daría satisfacción alguna, aún cuando pudiera pagarlos. Prefiero tener "compañeros" de trabajo o ayundantes.
En cuanto a los hoteles y restaurantes, objeto inicial de esta entrada, como creo que ya he explicado anteriormente, me gustan buenos pero no excesivamente lujosos. Me gusta la cocina de la máxima calidad, pero en restaurante popular. Se podrían contar con los dedos de las manos mis estancias en hoteles de cinco estrellas y me he sentido fantásticamente bien en todos ellos. El motivo, repito, es que he encontrado lujo y comodidad sin presiones empalagosas. Yo soy de los que doy buena propina al botones, pero no para que se pegue a mis pantalones, sino para que acuda cuando le llame...
Por todo lo dicho y porque no me gusta volar, nunca tendré habitación en el Palms Casino Resort de Las Vegas, ni en el Gran Resort Lagosini de Atenas, el Ty Warner Penthouse de Nueva York o el President Wilson de Ginebra. Además, un servidor tiene vértigo a las alturas... Sin embargo, que nadie sufra por mí, ya que tampoco me gusta pernoctar por debajo de las cuatro estrellas. Con cuatro estrellas yo ya voy bien servido. Lujos por encima de eso no solo exceden a mi presupuesto sino, muy especialmente, a mi forma de ser.
Hay que vivir la vida, sí... ¡Solo tenemos una!. Pero la felicidad no la da el super lujo. Vivir sin estrecheces, amar a quien te ama y olvidarte de quien te odia, es suficiente. Solo quien tiene oportunidad de seguir esta premisa podrá ser feliz. No hace falta más... ¡Si hay salud, claro está!
EL ÚLTIMO CONDILL
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