El mes de Enero de 1.954 empezó revuelto, así lo certificaba el Boletín del Instituto Nacional de Meteorología. Durante los ocho primeros días del año la península Ibérica fue atravesada por un frente frío, al tiempo que vientos de origen polar barrían todas las Comunidades. El anticiclón se había instalado al oeste de las islas Británicas y una depresión entre las islas de Córcega y Cerdeña nos mandaba un chorro de aire polar que hacía bajar los termómetros españoles a cotas pocas veces alcanzadas. La consecuencia fueron fuertes nevadas por toda la cornisa cantábrica y centro y este peninsular que superaron en muchos lugares los dos metros de espesor. Pero aquello solo era el comienzo de un episodio no conocido en más de 200 años y que no ha vuelto a repetirse jamás.
Durante todo el mes de Enero la temperatura media bajó entre 5/10 grados de lo habitual, al tiempo que las precipitaciones aumentaron en un 50%, muchas de ellas con nieve.
En algunos lugares de la cornisa cantábrica nevó 15 días del mes de Enero y otros tantos en Febrero, con temperaturas máximas de un par de grados positivos y tiempo desapacible y ventoso. Lo mismo sucedía en el resto peninsular aunque con más pluviosidad y menos nieve a medida que nos traslademos al sur. De todas formas en toda España la situación era extrema, con mínimas de 10/15 grados bajo cero y hasta el punto de que en algunas iglesias el agua bendita estaba congelada. En los puertos de montaña se superaron los -25º en varios puntos y ocasiones.
Pasaban los días y la ventisca continuaba, mientras los cielos seguían más o menos nubosos ante los constantes frentes nubosos que nos llegaban desde el nordeste. Miles de pueblos españoles quedaban bloqueados y algunas provincias del norte aisladas completamente del resto de España, tanto por carretera como por ferrocarril.
Ante la imposibilidad de trasladar enfermos a los hospitales de la capital, voluntarios hubieron de trasladarlos en parihuelas hasta carretera principal para continuar con algún jeep de la Guardia Civil puesto que el resto de vehículos no podían circular. En muchos sitios de España la nieve llegó hasta los 3 metros de espesor. Sin embargo, durante el mes de Enero, la nieve apenas llegó a enharinar nuestro pueblo.
Aquí en Cabanes, a 300 metros de altitud sobre el nivel del mar, las cosas no eran graves por la escasa pluviosidad, pero el frío arreciaba y varios días nuestro término municipal se vistió de blanco con apenas 5 cm. que desaparecían al primer rayo de sol.
Los primeros días del mes de Febrero y con toda la península cubierta por el estancamiento de una masa siberiana que nos mantenía bajo mínimos, el anticiclón se desplazó hacia el nordeste y una potente depresión entró por el sur de Portugal. Los vientos del norte arreciaron nuevamente y los cielos se cubrieron en aquella fatídica noche del 3 al 4 de Febrero. El frío era intensísimo pero el cielo apenas dejaba caer imperceptibles copos que no llegaron a cuajar.
Todos los hogares de nuestro pueblo estaban encendidos aquella noche, preceptivamente por ser el único medio que había entonces para preparar la cena y posteriormente para calentarnos los habitantes en una noche tan fría como aquella. Sin embargo la velada no se alargó en demasía y tras la lectura de un capítulo de aquella novela por entregas que era habitual leer en nuestra casa alrededor del fuego, nos fuimos a dormir.
A la mañana siguiente los gritos de mis padres me despertaron. Por estas latitudes el panorama no era habitual y de ahí la explosión de adjetivos ante tan inusual acontecimiento. Durmiento ellos en una habitación situada junto a una pequeña terraza, era habitual en mi padre abrirla en el momento de levantarse para ver como se presentaba el día. Sin embargo aquella mañana hubo sorpresa inesperada por su excepcionalidad.
El cielo estaba completamente raso, sin una nube a la vista, pero la nieve cubría buena parte de la puerta de la que solo entraba la luz del día por apenas el medio metro superior de la misma. La espectacular nevada, para nuestra zona, apenas llegaba a los 40 cm. pero la ventisca, en aquella puerta orientada al sur, casi la había cubierto por completo. Las exclamaciones de unos y otros en las diferentes casas de la localidad, fueron despertando al personal que prontamente decidió construir en todas las calles un pequeño pasillo central que permitiera el acceso a tiendas y panaderías. Naturalmente nadie salió al campo ese día y, no habiendo vehículos a motor, el pequeño pasillo fue suficiente para las necesidades primordiales de los vecinos. Yo, con cinco años recién cumplidos, vi que aquello de la nieve era un potencial sin explotar que no me sería permitido si me quedaba en casa.
Por consiguiente y aunque mis padres no querían, me empeciné en que no quería faltar a la escuela. Ellos, pobres inocentes, me lo alabaron a lo largo de los años creyendo que mi único interés estribaba en mi deseo de aprender. Lo cierto es que no hubo clase puesto que, aunque los profesores acudieron, solo éramos cinco niños. Con la estufa de leña a todo gas ellos pasaron la mañana charlando y fumando, mientras los niños jugábamos a nuestro libre albedrío en aquel patio de colegio con 40 cm. de espesor de nieve. Hacia las doce de la mañana los maestros nos mandaron a casa con el encargo de no regresar hasta la mañana siguiente y, con las manos amoratadas por el frío, nos fuimos cada uno hacia nuestra casa. El sol era espectacular y algunos niños del vecindario, a pesar de que seguía haciendo un frío intenso, habían salido a la calle a jugar.
En un fuego improvisado en plena calle, la tía Natalia tenía una gran caldera de agua hirviendo con zanahorias, berzas y patatas para los cerdos. Cada 15/20 minutos salía para acercar los troncos a la lumbre, daba una vueltas al caldero y se metía nuevamente en la casa. Los niños, con frío y hambre a la vez, apenas la señora se metía en la casa íbamos a la caldera y con un trozo de caña pinchábamos una pequeña patata que pelábamos y nos comíamos con la fruición que las inclemencias del tiempo y el escaso almuerzo propiciaban. En un momento dado la tía Natalia nos pilló con las manos en la masa y los niños salimos corriendo mientras la buena señora agitaba la escoba en el aire. Mis padres no tardaron mucho en asomarse a la puerta de la casa y pronto me llamaron para que entrara a calentarme. Estaba claro que, si me hubiera quedado en casa, nada podría contar. Desde entonces fui para ellos el pequeño héroe que (a pesar de la fuerte nevada) no quiso perder un solo día de clase...(!)
RAFAEL FABREGAT
RAFAEL FABREGAT
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