Todos querríamos haber "nacido con una flor en el culo" pero cada cual tiene lo que tiene. Claro que eso no quiere decir que (el de la flor) sea rico o tenga muchos amigos. La riqueza total no existe y a nadie le sobran los amigos. Todos queremos más. Sucede lo mismo con el poder. El simple jornalero mira con envidia al alcalde, pero éste mira con envidia al jefe de la Diputación, al presidente autonómico, al senador, al diputado, al rey o al presidente de la república. Sucede lo mismo con los escalafones militares o los de la Iglesia. ¡Si yo fuera obispo! -piensa el cura. Pero el obispo gustaría de ser cardenal y a éste sentarse en la silla de Pedro. Nadie está contento con lo que tiene y por lo tanto este post no gustará a los que solo buscan la comedia de la vida.
La vida tiene de todo, momentos alegres y desenfadados, pero también amargos y vacíos. Cuando le he puesto título a esta entrada, creo no haber estado afortunado. Quizás "morir de aburrimiento" hubiera sido más adecuado para lo que quiero decir. También otros sinónimos como tedio, apatía, desilusión, desgana, etc.) hubieran sido más correctos, pero cualquier lector sabrá pronto a qué me refiero. La vida es corta o larga, dependiendo de la fortuna de cada cual. Rápida como huracán desbocado, si eres medianamente feliz. Son etapas. La escasa felicidad que uno puede conseguir en este mundo depende y mucho de la suerte que hayamos tenido al nacer.
Es la espina con la que todos nacemos y que llevamos clavada en lo más hondo de nuestro cerebro. Siempre hay alguien que está peor que nosotros y cuando nos damos cuenta de ello nos sentimos afortunados por ello, pero ese momento pasa pronto al no poder evitar la mirada hacia aquellos que creemos superiores a nosotros, y que resulta que no lo son. Nuestro vecino podrá tener más dinero, mejor coche, mejor casa... pero no es más feliz. Porque él tiene otras barreras más altas en las que mirarse. Nadie está en la cima del mundo, por la sencilla razón de que la cima del mundo no existe. Es una utopía, una ilusión, lo que algunos llaman "la llamada del Demonio". Un chip virulento que todos llevamos insertado en nuestro cerebro y que nos impide ser felices. No importa que seas capitán general o rey de la nación. Tampoco que seas el más rico del planeta.
Dicen que la máxima satisfacción personal no está en el dinero, que también, sino en el poder. Aún así, estoy plenamente convencido de que el más poderoso de los hombres que hay sobre la Tierra tampoco es feliz y no lo es porque también ese hombre con tan amplios poderes nació con ese maldito chip insertado. En eso no hay distinciones. Es como la muerte, de la que nadie puede escapar. Pobres o ricos, el final siempre es el mismo. Cada día estoy más convencido que somos marionetas de alguien que observa nuestra "actuación" y se divierte con ella. Lo que no sabemos es si aplaude nuestros actos o ninguno de ellos le convence, pero cada día estoy más seguro de que el bien y el mal no existen.
Hasta el más insignificante de los animales, piensa y decide cada una de sus actuaciones. Nada es pues casual. Ante una encrucijada, sea del tipo que sea, todos decidimos un camino a tomar. Y sea cual sea el resultado, nadie puede saber si se equivocó, porque ignoramos lo que hubiera sucedido si hubiéramos elegido la senda contraria. Maldito orgullo el nuestro que nos hace mirar con desprecio a cualquier insecto que cruce el camino a nuestro paso... Algunos los pisan con deleite si se tercia, otros los esquivamos apreciando su vida en lo que para ellos vale sin duda. Pero aquí no hay buenos ni malos. Somos inconscientes actores en un espectáculo de sesión continua en el que cada cual tiene asignado un papel, siempre secundario, que solo al Demonio puede divertir.
Todo funciona de modo diferente al habitual. Los actores actúan en el patio de butacas y un solo espectador mira divertido desde la única e inmensa butaca instalada sobre el escenario. No hay tramoya, ni músicos, ni director... No hacen falta. Las facultades de los actores son diferentes. Unos triunfan en la comedia, otros en lo dramático, pero la obra que se ofrece es la misma para todos. En cuanto al empresario... Todos dicen conocerle, pero nadie lo ha visto jamás. Cerca, pero siempre escondido. Está sobre el escenario, rodeado de focos deslumbrantes que impide a los actores visualizarle, mirando con interés todo lo que allí acontece. Le hastían los jóvenes, porque están pletóricos y actúan sin malicia, siempre previsibles. Los viejos son otra cosa; cansados de todo y de todos, le interesan mucho más. Él sabe que son fruta madura, hastiada, pronta a ceder a otros su rama, la plaza que ocupan en el teatro de la vida.
RAFAEL FABREGAT
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