En la década de 1950 y principios de los años 60 nadie que yo conociera marchaba de vacaciones, claro que yo soy de pueblo y entonces eminentemente agrícola. En el campo el trabajo no acababa nunca y menos aún durante los meses de verano, época de recoger las diferentes cosechas. Se empezaba a finales de Mayo recogiendo las patatas y se continuaba segando (a mano) los campos de trigo y cebada, trillando para separar el grano de la paja y acto seguido recogíendo todo lo indispensable para pasar el año. Tomates, judías, garbanzos, melones, sandías, manzanas, ajos, cebollas... Entrados en el mes de Agosto tocaba el turno a la uva moscatel y quince días después la vendimia del resto de variedades de uva. Acto seguido las almendras y después las algarrobas. Era un no parar que nos llevaba hasta mediados de Octubre.
Los trabajos del campo, si quieres hacerlo bien, no acaban nunca. Después preparar los campos para la siembra, podar los árboles, sembrar, podar las viñas y plantar las cosas de verano. Un largo etcétera que, como he dicho antes, no acaba nunca pues, entre unas cosas y otras volvías a meterte dentro del mes de Mayo y vuelta a empezar. ¿Vacaciones?. Esa palabra no existía para las gentes del campo y menos aún cuando eran de recursos más bien limitados. Si sobraba algún día incluso se arreglaban aperos o paredes de los bancales rotas por alguna riada o se buscaba ganar algún jornal. En las ciudades ya es otra cosa, puesto que allí las personas con determinados oficios, en verano podían cerrar unos días el negocio y dedicarlos a la familia y al relax, con viaje o sin él. De todas maneras coches apenas había y, en el caso de viajar, lo más socorrido era el tren.
Los trenes de entonces eran a vapor, incómodos, lentos y con múltiples paradas para atender la demanda de los viajeros o para repostar agua o carbón. Para viajar de Barcelona a Sevilla, uno de los trenes más rápidos (el Expreso o Sevillano) tardaba 19/20 horas, según el día y el estado de la vía. Solo paraba en las ciudades más importantes pero siempre había tramos en reparación y por ellos se circulaba a poco más de 20 Km/h. La verdad es que, con ese servicio, viajar era más suplicio que diversión. Aun así, con la llegada del mes de Agosto, en los andenes se notaba algo más de bullicio familiar y los niños correteaban de aquí para allá pues todo era para ellos fiesta y novedad. Había algún vagón de Primera, casi siempre medio vació pues todos buscaban el billete más económico, especialmente el de Tercera.
En los vagones de Primera los asientos estaban tapizados y, aunque incómodos también, las largas distancias se sobrellevaban mejor. En los de Tercera había bancos corridos de madera, como los bancos de parques y jardines. Cuando te levantabas para ir al retrete, o a estirarte las piernas, el culo lo tenías a rayas por la marca de las maderas. Claro que allí el viaje era más divertido pues la gente se contaba sus "batallitas" y más pronto que tarde sacaban la bota de vino, los quesos y chorizos y las fiambreras con tortilla de patata y fritangas, para compartir unos con otros. La única ventaja de ser pobre es la solidaridad, algo que no existe entre los ricos. Era ya un mundo mecánico e industrial, pero en unas ciudades sin coches y en unos pueblos sin tractores. Trabajo manual, con la única ayuda de mulos y carretas.
Durante la posguerra el tren ayudaba sobremanera a todos aquellos que se dedicaban al "estraperlo", único sistema que les permitía llevar a casa algunos alimentos extra, si tenían algo con qué pagarlos. Unas monedas, un anillo o cualquier otra joya, servía para pagar aquellos paquetes de arroz que se vendía en el mercado negro e incluso en el propio tren. Claro que muchas veces aquellas gentes tenían que tirar la mercancía por la ventanilla y hasta incluso lanzarse ellos mismos para evitar ser apresados por los guardias que también viajaban en el propio tren. Así, de estraperlo, llegó a Mallorca y San Sebastián una ruleta eléctrica que hizo su presentación en los Casinos de estas ciudades siempre repletas de gente adinerada. Claro que pronto se descubrió que estaban trucadas y su uso quedó prohibido.
Nunca olvidaré mi viaje de Burriana al Grao de Castellón en tren. Un tren pequeñito al que llamaban "la Panderola" y que hacía el recorrido de Castellón hasta la costa y también a varios pueblos próximos a la capital. Era un niño entonces y jamás había viajado en tren, aunque aquello era un tren en miniatura y a vapor. Entonces era una verdadero lujo para la capital de la Plana y una interesante herramienta para aquellas gentes que con el pequeño trenecito podían acercarse a la ciudad o a sus pueblos limítrofes a un precio muy bajo. Téngase en cuenta que había varias unidades y el servicio era pues bastante bueno para la época. Por increíble que parezca, por varias de las estrechas calles de Castellón pasaba este trenecito, cruzándose con caballerías y transeúntes. Alguna unidad llevada incluso mercancías del interior hasta el puerto de Castellón.
Con este completo servicio, el pequeño tren no solo trasladaba a las personas, sino también a sus mercancías. Naranjas, frutos secos y algunas manufacturas de mimbre y palma que se hacían en los pueblos próximos y que por vía marítima podían venderse en plazas como Valencia o Barcelona. Castellón tenía su estación de Renfe y sus servicios con el resto de España, pero aquel pequeño tren de cercanías, dio buenos servicios a los castellonenses y a todos aquellos que, sin serlo, disfrutamos con sus viajes a 30 Km/h., una altísima velocidad que hacía temblar calles y edificios aparentando una ruina inminente. Dio pie a una canción que decía que "La Panderola es un tren que vola". El año 1963 fue el último para un sistema ya obsoleto. Mientras los SEAT-600 y otros utilitarios de parecidas características reclamaban el paso a la modernidad, las máquinas de La Panderola adornaron parques y jardines para no rodar jamás.
RAFAEL FABREGAT
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