5 de octubre de 2019

2877- MORIR DE SOLEDAD.

El título de esta entrada podrá parecer exagerado a muchos lectores, pero no lo es tanto. Un elevado porcentaje de gente mayor no muere de enfermedad alguna. Ni siquiera de viejos. Mueren de soledad. Creyendo, y creen bien, que ya no le hacen falta a nadie y que más bien lo que hacen es estorbar. Esto no siempre va unido a malos tratos de ningún tipo, que también los hay, sino porque se sienten inútiles y poco queridos. Notan que ya nada pueden esperar de este mundo y que el escaso amor que sus familiares y amigos les hacen llegar, es un amor ficticio, irreal, casi patético. Porque los viejos, por muy arrugados que estén, no son tontos. Salvo enfermedad neurológica, el cerebro de un viejo es quizás una de las cosas del cuerpo que mejor les funciona y viéndose como trastos inútiles se hacen esa inevitable y afirmativa pregunta: Ya no soy de este mundo...¿Qué hago yo aquí?. La nefasta respuesta a esa pregunta solo la sabe quien la sufre.

Claro que la soledad no es solo cosa de viejos y cada día está más presente en todos nosotros. Cuando mas grande es la ciudad en la que vives, más solo puedes encontrarte. La razón es que cada día vivimos todos más ajetreados y con más y mayores problemas. Ya nadie se conforma con ser quien es y lucha con uñas y dientes por alcanzar cotas más altas de (ficticio) bienestar que suele traducirse en una carrera contrarreloj que no hace sino amargarnos la existencia. Unas décadas atrás cada cual se conformaba con ser quien era, tal cual había nacido, no aspirando jamás, ni siquiera de pensamiento, a tener lo que tenían los más ricos que tu. Eso ya no es así. Las casas puede que las veamos inalcanzables, como inalcanzable puede ser tener un Ferrari, un Bugatti o avión privado, pero queremos buenos muebles, un gran televisor y tantos coches como miembros hay en la familia, entre otras muchas cosas.

Todo eso se traduce en pagos interminables y un mayor estrés para poder cumplir con las obligaciones en la que nos hemos embarcado. En la cabeza de cada uno de nosotros debería haber un "tornillito" con el que poder ajustar nuestras prioridades. Tenemos muchas cosas que no necesitamos y son justamente esas cosas las que nos quitan la felicidad y el tiempo para tener una vida social más plena y acorde a lo que realmente somos. Somos incapaces de tolerar que alguno de nuestros amigos o conocidos tenga cualquier cosa que a nosotros nos falte, ni aún en el caso de que adquirirla sea para nosotros un auténtico sacrificio y todo eso se traduce en envidias y rencores que no tienen razón de ser. Es un hecho probado que un amigo deja de serlo cuando ve que no es superior a ti, como creía en un principio. 

Y eso que nos gusta alternar con las clases superiores, aún a costa de sentirnos inferiores. Acto seguido empieza la lucha por ser como ellos y es entonces cuando empieza nuestro calvario. Ellos gastan diez porque tienen veinte y, para igualarnos, nosotros gastamos esos diez cuando solo tenemos cinco. ¿No seríamos más felices acercándonos a los que son menos que nosotros, tal y como hacen los históricamente ricos?. Curiosamente esa gente, que ya nació teniéndolo todo, no tiene problema alguno en acercarse a los que son menos que ellos porque eso les hace aumentar su autoestima. Ese no es el caso de los "nuevos ricos", que viven amargados queriendo ser lo que no son, especialmente en un momento de la historia en la que reunir fincas no tiene valor económico alguno. El nuevo rico, con liquidez aceptable pero finita, se esfuerza en comprar un coche caro y se sorprende al ver que cualquier inmigrante lo lleva mucho más grande que el suyo.

Todo eso es una frustración contínua para todos aquellos que quieren ser más de lo que son, por el solo hecho de que quizás sus padres lo fueron. Olvidan que aquella época ya pasó y actualmente es más rico el que tiene un buen empleo que aquel cargado de fincas que dejan pocos o nulos beneficios. El mundo cambia. Somos nosotros los que no cambiamos y, sea cual sea nuestro estatus social, siempre queremos ser más de lo que somos. El resultado es la soledad. No estamos a gusto en ningún sitio ni con nadie. Los que ya peinamos canas recordamos que antiguamente, no hace tanto, la gente vivía en la calle y compartía con amigos y vecinos lo poco o mucho que tenía. El primer melón, las primeras uvas, el primer vino de la última cosecha... Todo se hacía en la calle, a la vista de todos, compartiendo con los demás una noticia o una inquietud. Ahora todas las casas están cerradas a cal y canto, como si tuviéramos algún tesoro que guardar... ¡Que no es el caso!.

Estudios recientes determinan que vivir en soledad es efectivamente negativo para la salud e incluso incrementa el riesgo de muerte. Y ojo, porque la soledad no siempre significa estar solo. La soledad puede ser también "percibida", aún estando acompañado de otras muchas personas. No vale de nada estar entre la gente, si ésta no se comunica contigo o tu con los demás. No se trata pues de estar solo, sino de sentirte solo, de no encontrar gente con tus mismas inquietudes. Y cada día hay menos gente con la que compartir tus pensamientos, puesto que todos vivimos sobrecargados de quebraderos de cabeza, casi siempre provocados por nosotros mismos. Cada cual, dentro de su estatus social, tiene unas problemáticas de las que nadie de su entorno quiere saber nada, puesto que bastante tienen con atender a las suyas propias. El resultado es la "soledad percibida", estar solo entre la multitud. No es culpa de nadie, sino del tiempo en el que vivimos...

RAFAEL FABREGAT

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