A mediados del siglo XVIII París ya era una ciudad superpoblada, rondando el medio millón de habitantes. Sin embargo tan grande masa de personas, de diferente poder adquisitivo, se había mantenido tranquila hasta entonces. Nada hacía pensar que algún día podría alterarse por nada. Los cronistas celebraban en sus escritos que sus habitantes eran de natural bueno y alejados por tanto de los tumultos que se vivía en ciudades mucho más pequeñas. Pero todo podía cambiar en cualquier momento habida cuenta la escasez de alimentos o por otro cualquier suceso inesperado. Desde mediados de siglo, la carestía de la vida provocó la llegada de gente de la provincia y otras adyacentes a fin de buscar la comida que en su tierra faltaba y los tumultos no tardaron en llegar.
La policía apresaba a la gente sin oficio ni beneficio, vagabundos, gente de mala calaña que se agolpaba en las plazas públicas o en otros lugares de la ciudad y que convenía mantener alejados. En pocas semanas la represión se endureció e incrementó todavía más la tensión. Fue justo entonces cuando un rumor terrorífico empezó a recorrer las calles de París. Como si fuera una leyenda de vampiros, se decía que la policía secuestraba a los niños y los llevaba al palacio del rey Luís XV, enfermo de lepra que, como nuevo Herodes, tomaba baños de sangre como tratamiento para su mal. La cuestión es que dichas habladurías no carecían de fundamento ya que durante un siglo antes la policía iba llevando a cabo reclutamientos forzosos, entre mendigos y holgazanes declarados, para enviarlos a poblar las colonias francesas en América. Era pues un episodio más.
Efectivamnte hubo una Ordenanza Real y la policía llevó nuevamente a cabo arrestos entre la gente desocupada que vagaba por la ciudad y también a intimidar a los crios que jugaban desordenadamente en zonas de paseo y solaz. Dicha ordenanza les conminaba también a disolver las aglomeraciones de libertinos que acostumbraban a juntarse en las plazas de la ciudad. El resultado fue que en pocas semanas habían ingresadas en prisión, además de los vagabundos, cerca de un centenar de adolescentes. En uno de esos arrestos juveniles se llevaron a seis jóvenes de entre 12 y 15 años que jugaban en la calle al norte de la ciudad y las alarmas se dispararon en los barrios. En uno de los periódicos parisinos se informó de que policías camuflados se llevaban a chicos y chicas, hijos de artesanos o comerciantes cuando iban a misa o a cualquier recado de sus padres.
Parece ser que los agentes cobraban primas por cada recluído, motivo por el cual algunos policías se exedieron y hasta incluso cobraron rescate por liberarlos. Pocas semanas después se produjeron enfrentamientos entre el pueblo y las fuerzas del orden y en algunos casos incluso se habló de gran violencia. Ni siquiera en los momentos de la Revolución francesa hubo tal conmoción en el corazón del pueblo francés, cuando un gran motín estalló en la parroquia de Sant-Roch. Al parecer un oficial trató de secuestrar a un niño de 11 años pero las gentes lo impidieron, persiguiendo al policía hasta la comisaría. La gente intentó entrar por un patio trasero pero la policía disparó sus fusiles que lejos de apaciguarlos les encendió aún más. Trasladándole de allí para protegerle, el gentío lo abatieró a pedradas.
Las noticias llegaron a Versalles y el rey comprendió la gravedad del asunto. De inmediato se restableció la calma. El Parlamento investigó a todos aquellos que se habían excedido en el cargo y la Corte publicó sus conclusiones. Una pena simbólica para los policías arrestados y la horca para tres de los rebeldes. Una sentencia arbitraria que enfureció nuevamente al pueblo, que intentó detener la ejecución, sin lograrlo. Los disturbios ocasionados por el secuestro de niños dejaron huella en la historia y contribuyeron al desapego del pueblo hacia las autoridades y muy especialmente hacia la realeza, que no tardó en llevar a la revolución que todos conocemos. El pueblo aguanta y aguanta, hasta que deja de aguantar.
Rafael Fabregat Condill

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