En las horas de recreo escolar los maestros se ponían al sol y al resguardo del viento se liaban allí los cigarrillos de picadura y librito de papel que entonces se fumaban con verdadera fruición, auténtico deleite diría yo, en una época en la que casi se consideraba "mariquita" a quien no fumase como un carretero. Los niños, aunque no muy bien alimentados, nunca teníamos frío correteando por aquel patio escolar, saltando o emulando al héroe de la última película vista en la pantalla del cine Benavente. Claro que para entonces ya eran las once y media de la mañana y el sol empezaba a calentar. No sucedía lo mismo a nuestra llegada al colegio, a las nueve de la mañana, mientras cantábamos el obligado "cara al sol" izando las tres banderas (española, falange y requetés) a sus respectivos mástiles.
A mucha gente le resultará extraña esta imagen pero así estaban todas las carreteras españolas en 1950-60. ¡Llenas de árboles!. En tiempos de tanto frío y escasez a alguien se le ocurrió la brillante idea de que, como las motos y los coches eran cada día más potentes y corredores (ya rondando los 80/90 Km. por hora) había llegado el momento de arrancar todos los árboles que poblaban las carreteras españolas para que, si se salían de la calzada, no se matasen al estrellarse contra sus troncos. Por otra parte, la madera recolectada se dedicaría a calentar las moradas piernecitas de los escolares de aquellos crudos inviernos con privaciones de toda índole. Una gran idea que hay que resaltar.
Con la leche en polvo de la mañana y el queso de bola de media tarde, todo ello proporcionado por los americanos del Plan Marshall y unas estufas de hierro alimentadas por los millones de árboles que poblaban todas las carreteras españolas, los aplausos hacia la figura de Franco estaban asegurados. Hasta entonces el 95% del tráfico por carretera en el medio rural, era de carros y carretas. Hay que tener en cuenta que incluso los "ordinarios" que se encargaban del acarreo o suministro de toda clase de mercaderías desde los almacenes ubicados en la capital provincial, con destino a las tiendas de ultramarinos de los pueblos de la provincia, se llevaba a cabo con mucha paciencia y mediante carros tirados por una o varias mulas.
Se agradecía por tanto, por parte de aquellos usuarios de las vías públicas, que las carreteras estuvieran pobladas de árboles y poder recorrer aquellas largas distancias por lugar sombreado, en lugar de hacerlo bajo un sol abrasador. Pero, claro, en esa época empezaron a circular las camionetas y a dejar de hacerlo los carros tirados por animales.
Con ese tipo de vehículos no se acortaban las distancias pero sí el tiempo empleado en recorrerlas. Con la ventaja añadida de que los caballos empleados en este tipo de vehículos no precisaban parar para descansar o abrevar, sin contar con que sus dueños podían ir cómodamente sentados en un mullido asiento, en lugar de ir todo el viaje caminando dirigiendo al mulo cogidos del ronzal.
Se cortaron pues los árboles y se pensó, con gran acierto, dedicar todo aquel brutal volumen de madera a calentar a los escolares españoles.
Se dotaron las aulas de estufas de hierro y se cortaron los millones de árboles que poblaban las carreteras de forma sistemática y a medida que la madera se necesitaba, lo que garantizó el suministro durante toda una década.
En cada comarca los troncos eran llevados a las carpinterías locales para su corte en piezas menudas que alimentaran las estufas con comodidad y el encendido se llevaba a cabo con unas ramitas secas y un trozo de papel, pues las pastillas impregnadas que actualmente usamos en chimeneas y barbacoas todavía no se habían inventado.
Cada mañana y por riguroso turno, dos escolares iban al leñero y traían un capazo de leña al aula, quedando también encargados de encender la estufa.
Ni que decir tiene que algunos días de viento casi nos asfixiábamos en las aulas, pero aquel humo endiablado daba calorcillo y allí aguantábamos divinamente, aunque escociéndonos los ojos.
En nuestra tierra el árbol de carretera más abundante era la acacia, una madera que "tiraba" poco estando seca y nada si estaba tierna. Pero era gratuita y descargada en el propio colegio, con lo cual había pocos motivos de queja. Todavía hoy recuerdo perfectamente el olor que hace la leña de ese árbol en particular, entre picante y dulzón.
Ni que decir tiene que algunos días de viento casi nos asfixiábamos en las aulas, pero aquel humo endiablado daba calorcillo y allí aguantábamos divinamente, aunque escociéndonos los ojos.
Cuando el día era de una dureza invernal inusitada, cosa harto frecuente, el calor de la estufa no era suficiente para tener el aula medianamente templada y en ese caso el maestro y los alumnos nos daba la lección poniéndonos todos alrededor de la estufa, con fin de moderar con esa proximidad el frío reinante.
En nuestra tierra el árbol de carretera más abundante era la acacia, una madera que "tiraba" poco estando seca y nada si estaba tierna. Pero era gratuita y descargada en el propio colegio, con lo cual había pocos motivos de queja. Todavía hoy recuerdo perfectamente el olor que hace la leña de ese árbol en particular, entre picante y dulzón.
Los primeros días eran duros puesto que aquella leña no "tiraba", pero dos semanas después había perdido buena parte de la humedad y se encendía mejor.
No muy bien alimentados, los sabañones salpicaban las orejas y dedos del alumnado y durante las primeras horas de clase no parábamos de rascarnos. Después el calorcillo de la estufa de leña se propagaba por el aula y la cosa mejoraba bastante. Las estufas y el tazón de leche americana caliente, ayudaban a sobrellevar la mañana. Los maestros no estaban mucho mejor pues su jornal era más bien escaso, motivo por el cual agradecían y mucho el recibir algún presente. El refranero decía: "Pasas más hambre que un maestro de escuela" lo cual nos demuestra una vez más que, definitivamente, eran otros tiempos...
RAFAEL FABREGAT
RAFAEL FABREGAT
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