Nada queda por escribir sobre un tema tan interesante y divulgado, pero algo tenemos que hacer quienes somos amantes y seguidores incondicionales del legado egipcio cuando recibimos alguna novedad, en este caso de National Geographic.
Resulta obligado empezar diciendo que los cientos de especialistas-trabajadores de las tumbas reales egipcias estaban obligados a mantener en secreto hasta el más mínimo detalle de la excavación y más aún la ubicación de la obra.
A tal efecto los obreros (todos) y más aún los encargados principales del proyecto, estaban obligados a vivir concentrados en la ciudad de Deir-el-Medina, para que los datos sobre la tumba en cuestión se mantuvieran en el más estricto secreto. De la misma forma, cuando el cuerpo del faraón era depositado en su última morada, algunos de estos trabajadores eran muchas veces (sino todas) enterrados vivos o muertos en aquel mismo lugar. Así eran las cosas en aquellos tiempos del Egipto milenario. Sin embargo era muy difícil mantener en secreto tan arduo trabajo y prueba de ello es que prácticamente todas las tumbas eran saqueadas al poco tiempo de haber sido enterrado el cuerpo del faraón en cuestión.
El respeto, o el miedo, a la figura del faraón no duraba para siempre y prueba de ello es que, si bien en el Imperio Antiguo se llevaba a cabo un largo culto a su figura en el mismo lugar de su enterramiento, en el Imperio Nuevo la tumba y el lugar de culto fueron separados. Es más, algunos templos funerarios fueron desmantelados y utilizadas sus piedras para la construcción de los que siguieron después.
De la misma forma se usurpaban y utilizaban las tumbas de unos para posteriormente colocar a los que llegaron más tarde. Así pues aquello de que los faraones eran considerados dioses en la tierra, era más una cuestión de miedo que de respeto y a sabiendas de que, una vez muertos, ninguna represalia terrenal o divina habían de recibir. En la imagen adjunta el Ramesseum, o templo funerario de Ramsés II. En la foro de abajo vemos el pueblo de Deir-el-Medina, en medio de las ásperas montañas tebanas, y la acrópolis de los trabajadores que pudieron escapar de ser enterrados en vida en alguna de las tumbas excavadas.
El tiempo acabó para todos sus habitantes hace poco más de 3.000 años. Desde aquel momento en que alguien decidió prescindir de tales obras, las arenas cubrieron poco a poco y para siempre el pueblo de aquellos abnegados trabajadores, guardando todos los secretos de su trabajo. Solo fueron quinientos años, pero sin duda fue un largo periodo para ellos. Deir-el-Medina estuvo en vigor del 1552a.C. al 1069a.C. bajo la tutela de las Dinastías XVIII, XIX y XX que entraron en la Historia como el Periodo Nuevo. Allí vivieron aquellos que se encargaron de excavar y decorar las tumbas faraónicas de reyes y reinas egipcias. Lo curioso es que el poblado nunca más fue ocupado. Deir-el-Medina fue creado por el faraón Tutmosis I, de la Dinastía XVIII con un total de 33 viviendas. Entre los trabajadores había gente muy relevante y especializada, por lo que su procedencia era muy diversa. Junto a los egipcios había nubios y hebreos, la mayoría capturados en las guerras de liberación contra los hicsos. Las casas, estrechas y de una sola planta estaban alineadas junto a una calle central, de la que partían otras perpendiculares. El conjunto estaba rodeado por un muro de adobe, a modo de muralla protectora, algo más alto que las casas que encerraba. Aunque Tutmosis I creo este recinto de obreros, la idea había partido de Ahmés-Nefertari, esposa de Amosis y su hijo Amenhotep I, padre de Tutmosis. Ellos fueron quienes concibieron el proyecto de formar una comunidad de obreros-sacerdotes encargados de construir las tumbas reales.
Aquellos mismos trabajadores, honrados con las órdenes que se les encomendaban, llegaron a rendir culto a la reina Ahmés y a su hijo que fueron divinizados tras su muerte. El trabajo era duro pero gratificante, ya que aquellos obreros dependían directamente del faraón y recibían las órdenes directamente de su visir. Organizados por oficios, a pesar de vivir en medio del desierto, siempre tuvieron presente la influencia del Nilo. Los propios habitantes de la comunidad hablaban en términos navales de la ubicación de su vivienda, llamando zona de babor a quienes tenían su casa a la izquierda de la calle principal y estribor a quienes estaban a la derecha de dicha calle. El nuevo pueblo ocupaba una hondonada y no era visible desde el valle, disponiendo de puestos de control y policía que garantizaban su seguridad y aislamiento.
Y lo más increíble... ¡Esclavizados pero contentos!.
RAFAEL FABREGAT
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