
Como he dicho en otras ocasiones, la vida era difícil en todas y cada una de las circunstancias que acompañaron la posguerra española. Como siempre, mucho más para los pobres y para los perdedores de la guerra civil, que al fin y al cabo eran los mismos. No hacía falta que los republicanos llevaran una etiqueta o signo exterior de identidad, como unos años antes pusieron los nazis a los judíos para adivinar que lo eran. No hacía falta. Eran los pobres y el solo aspecto exterior era suficiente para distinguirles de los más pudientes, siempre de derechas. El "rico de siempre", que no lo es desde siempre según puede leerse en mi entrada "MENDIZABAL Y LOS NUEVOS RICOS", tenía otra prestancia, el saber estar que da la falta de miedo. Por muchos motivos, no solo porque iban los domingos a misa, la élite se distinguía. La ropa y el lustre que daba el plato lleno en cada una de las comidas diarias, no dejaba lugar a dudas.
El pobre, trabajado en exceso, con ropas viejas y mal comido, no podía estar a la altura y ello se adivinaba fácilmente con una sola mirada.

- ¿A donde va Ud.? -le increpaban ásperamente.
- Voy a sembrar unas patatas -respondía el labrador miedoso.
- A ver... ¡La placa! Mmmm... ¡está bien! Mmmm... ¡la cédula de identidad!
- ¡Ay! La he dejado en casa señor guardia... por si acaso la pierdo. -decía el hombre asustado.
- ¡Pues tiene que llevarla siempre encima! -le chillaba el guardia.
- Sí señor... otro día la cogeré -respondía el hombre más asustado todavía.
- Otro día no. ¡Ahora! ¡Vuelva al pueblo y la coge! -gritaba el guardia sin compasión.
- Enseguida señor guardia. ¡Voy a por ella! -balbuceaba el labrador asustado.
- ¡Rápido! y pase por aquí para revisarla! -decía el guardia guiñando el ojo al compañero, en un gesto de complicidad que denotaba su interés en fastidiar al labrador.
- Sí señor... sí señor, voy enseguida -respondía el paisano, al tiempo que giraba el carro en dirección al pueblo.
- Qué desvergonyits son els bandits, redeu! -refunfuñaba el lugareño entre dientes.
- Nada, nada, señor guardia. ¡Arreaba al mulo! -mentía asustado el pueblerino. Los guardias civiles miraban riéndose, cómo el desgraciado marchaba hacia el pueblo aterrado por la reprimenda que le había caído encima.
Cada día paraban a un cierto número de personas, siempre agricultores miserables, a los que amargaban la vida y muchas veces les multaban por nimiedades de todo punto injustificadas.
- ¡Alto! -increpaban amenazadores con la mano levantada.
- ¿A donde va Ud. en domingo? -dice el guardia en tono autoritario.
- Señor guardia, es que... -el lugareño, viéndolas venir, asustado.
- ¡Ni es que, ni esca! ¿No sabe Ud. que los domingos no se trabaja? -chilla el guardia.
- Solo voy a por un poco de leña... -miente el lugareño intentando esquivar la multa.
- A por leña... eh! ¡Muy bien, son 50 pesetas de multa! -responde el guardia.
- Pero, señor guardia... -el labrador indignado pero sumiso.
- ¡Ni señor guardia ni leches! Tiene una semana para pagarla, ¡buenos días!

- ¡Eh! ¡Oiga! -le increpan nuevamente- ¿A donde va usted?
- ¿Yo?... a por la leña -dice el labrador, para seguir la mentira inicial.
- ¿Es usted tonto?... ¿No le he dicho que los domingos no se trabaja? -le dice el guardia en tono amenazador. - Yo... es que... -el asustado agricultor no sabe qué responder.
- O se va para casa o le pongo 100 pesetas más de multa por desacato a la autoridad -amenaza el guardia.
- Sí señor, perdone usted -dice el labrador al tiempo que coge el mulo por el ronzal y gira el carro en dirección al pueblo, maldiciendo su suerte y a los autoritarios guardias.

"Pasar más hambre que un Guardia Civil" es lo que nos dice el refranero popular al referirse a este colectivo que apenas cubría sus necesidades más básicas y que, muchas veces, se dejaba sobornar por un puñado de patatas, una coliflor o un melón.
Los lugareños conocedores de las estrecheces por las que pasaban, tras pararles y antes de que impusieran multa alguna, brindaban a la pareja de "civiles" algún obsequio que éstos siempre cogían.
- ¿De donde viene usted? -decía el guardia al pararles.
- Vengo de coger melones... ¿quieren uno? -decía el espabilado labrador.
- No sé... ¿están maduros? -decía el guardia por decir algo.
- Están dulces como la miel -respondía el labrador pensando: ¡así te envenenes! - Bueno... cogeremos uno, ¡por no despreciar! -respondía el guardia, haciéndosele la boca agua al coger el melón que hacía tiempo no había probado.
- Vamos... ¡siga, siga! -decía el guardia mientras ataba el melón en el sillín de la bicicleta.

Así era el día a día en aquellos tiempos de posguerra.
Tantos eran los abusos que este Cuerpo infringía a los sufridos pueblerinos (destripaterrones, les llamaban ellos) que aún hoy, cuando llevamos treinta y cinco años de Democracia, no podemos evitar asustarnos cuando la Guardia Civil, sea de tráfico o de cualquier otra especialidad, nos da el alto. Por defecto, nada bueno te puede suceder; si tienes suerte, tras molestarte y entretenerte te dirán que prosigas, pero el susto inicial no te lo quita nadie.

Un sábado por la noche, en tertulia con la pandilla en sillas y mesas que en el Bar de Roc habían sacado al fresco de la calle, comentábamos con la ingenuidad de los 16 años pero con el toque de pillería que esa edad otorga a los jóvenes, la posibilidad de pasearnos con el susodicho coche en una carrera que nos llevara por simple desnivel hasta la calle de abajo (carrer de la Font).
Dicho y hecho, al finalizar la tertulia, no antes de las 12 de la madrugada, nos encaminamos toda la pandilla hacia la calle del Huerto con el fin de realizar la gamberrada de subirnos todos al coche y bajarlo hasta que finalizada la cuesta se parase pero, ¡sorpresa...! El coche estaba ya en el carrer de la Font estampado en la pared de la casa de enfrente, afortunadamente deshabitada, que se encontraba medio derruida. Había ocurrido justamente aquello que nosotros habíamos pensado realizar apenas un rato antes. Naturalmente, asustados y temiendo que alguien pudiera vernos y achacarnos el desastre, nos despedimos rápidamente y cada cual se fue a su casa, buscando un descanso difícil de conseguir.

La Guardia Civil, ante la falta absoluta de sospechosos, citó en la Casa Cuartel (como no) a la pandilla que en ese momento gozaba de ser el "número uno" de la población...
Jose Manuel el de Pancheta, Pepe el de Palillo, José María el de Bartolo, Pepe el Sanco, Artemio el de Cama y Jesús el de la Marmita, se encontraban frente a la puerta de la Casa Cuartel cuando yo pasaba hacia el taller de escobas de mi padre a las nueve de la mañana.
- ¿Serán éstos, o es una interrogación rutinaria? -pensé yo que leía muchas novelas.

- Què ha passat? -preguntó mi padre al marchar el guardia.
- Anit algú va llançar el cotxe dels fireros carrer de l'Hort avall -le respondí- pero no se preocupe que jo no se res. Ni ho he vist ni se qui o ha pogut fer.
- ¡Digues-me la veritat! -increpó mi padre. - Ja se l' he dit. No se qui ha pogut fer-lo! -le tranquilicé nuevamente.
- Be, be. Ja es veurà -respondió mi padre sin confianza.
A las nueve en punto de la mañana me encaminé hacia el Cuartel, viendo con sorpresa que la pandilla del día anterior también estaba allí... ¡y naturalmente la mía al completo! Pepe "el Maquet", Enrique "el del Raconet", Enrique "el de Concha", Paquito "el de Basilia", Elietes "el de Peleto", Paco Julve (Fransuá) y un servidor, claro...


Maldiciones de los guardias y algún que otro empujón pero nada más consiguieron que dijéramos puesto que esa era la verdad y toda la verdad. Nos mandaron a casa, citándonos para la mañana siguiente y amenazando que todos los días tendríamos que ser interrogados hasta que saliera el culpable.

Tuvieron que pasar muchas semanas, más de dos meses, para enterarnos que el coche lo habían estampado contra la casa del carrer de la Font, dos "chicos bien" de la localidad:
El hijo del Secretario, Juan Antonio Tomás, con la carrera de cura en el Seminario casi terminada y su cuñado fueron los culpables, ambos de familias católicas ejemplares. Nada se supo del interrogatorio a éstos, ni de que hubieran de soportar presión alguna por parte de la Guardia Civil para declarar la verdad. Sin embargo, los componentes de las dos pandillas más "divertidas" de la localidad... ¡Ufffff, que negras las pasamos!. Esta vez hubo suerte y la verdad resplandeció pero...
¡Desgraciadamente esto no ocurre siempre...!
RAFAEL FABREGAT
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