Casadas desde la primera menstruación, el papel de la mujer egipcia era el de generar descendencia que, aún con 8 o 10 hijos vivos resultaba insuficiente. Tal era la necesidad de hombres para las guerras contínuas y los obligados trabajos para la nobleza. No había misión más importante para ellas. Con este destino ineludible, se hacía necesario recurrir a las divinidades para suplicar un buen embarazo y mejor parto. Enseñadas desde pequeñas, asumían el destino de esposa y madre, a imagen de la diosa Isis. A tal fin invocaban el favor de Hathor, Mut, Tueris e incluso al divinizado Imhotep. Todo era poco para encadenar un embarazo tras otro, como único fin en la vida. Como única predicción disponible, se preparaba un bebedizo de leche suya con la yerba bebedu-ka que ingerida o por vía vaginal se le daba a la futura madre. Si vomitaba era señal de parto sin complicaciones; si tenía ventosidades habría problemas.
Otros remedios para vaticinar el embarazo y parto posterior, era ponerle a la embarazada un ajo en la vagina por la noche y observar si a la mañana siguiente tenía mal aliento. Más complicado era conseguir excrementos de hipopótamo, ponérselos en la vagina y esperar que los expulsara a través de la orina. En ambos casos, si la prueba resultaba positiva, quería decir que el ambarazo se llevaría a cabo sin complicación alguna. (¡Ay Señor...!) A falta de hospitales, el parto tenía lugar en la casa. En terraza o jardín, si era gente principal. Mientras otras mujeres invocaban a los dioses, con rezos y fórmulas para ahuyentar las fuerzas hostiles, la parturienta se acuclillaba sobre cuatro ladrillos de adobe, para facilitar el trabajo de la comadrona.
Los egipcios pensaban que durante el año habían días propicios y días nefastos para traer hijos al mundo. Si el día era nefasto se creía que seguramente tendría una muerte en circunstancia terribles, como ser embestido por un toro o un cocodrilo. Los hijos que nacían en esos días malditos se protegían toda la vida de esa maldición mediante amuletos y plegarias a fin de conjurar el vaticinio. Al igual que ahora, tras el parto se cortaba el cordón umbilical, pero no con un cuchillo cualquiera, sino con un cuchillo mágico de sílex que tras finalizar la operación se enterraba. Cuenta el papiro Westcar que después se lavaba al recien nacido sobre los mismos ladrillos donde le había parido su madre, pero cubiertos de una estera.
El papiro Ebers nos cuenta que debía extraerse la placenta. Para hacerlo debían espolvorearse los ladrillos cubiertos con la estera, con serrín de pino. Se guardaba un trozo de la placenta porque, para asegurar la protección y longevidad del bebé. Durante tres días había que darle a beber un trozo de la placenta, triturada y mezclada con leche materna. "Si vomita morirá, si traga vivirá". El resto de la placenta se enterraba bajo el suelo de la casa para asegurar futuros nacimientos. Tras el parto, a la madre se le daba durante catorce días "el pan del nacimiento", elaborado con miel y otros nutrientes, a fin de que se recuperara y para evitar embarazos demasiado seguidos, amamantaba al niño durante tres años. Para la protección del niño se le daba un nombre, para que los dioses lo pudieran identificar.