13 de abril de 2010

0059- CABANES Y LA CRIA DE ANIMALES.

En las décadas de 1.950 y 60, la cría de animales en las casas era algo habitual.
Aparte el corral donde cobijar al animal de carga (matxo o mula) en un lugar aparte o allí mismo y también en algún patio interior o "descobert" la mayor parte de las casas solían criar todo tipo de animales para el sacrificio. Una forma de poder incluir en la dieta alguna proteína con poco gasto. Especialmente conejos y algunas gallinas para poder degustar alguna sabrosa tortilla, de las que ahora llaman de corral y que entonces eran todas.
Ya bastante menos, había algunas familias que se dedicaban también a la cría o al engorde de cerdos.
Pocos al engorde, puesto que la comida no abundaba y comprarla no era rentable. Lo normal era tener una o varias cerdas, alimentándolas con lo que salía del campo y vender los cerditos a las siete semanas.

Para un agricultor no era difícil producir comida para alimentar a las cerdas y la venta de los cochinillos eran una buena ayuda para la economía doméstica. Tras la venta de las crías y pasados los días correspondientes, cargaban a las cerdas sobre el carro y las llevaban nuevamente "al mascle". En el Plà de l'Arc había algunos "masovers" que se dedicaban a este negocio, por lo que tenían sementales para este fin. La cerda quedaba allí el tiempo necesario para asegurar la monta y cuando el objetivo estaba conseguido se volvía para recoger la cerda ya preñada. Los más pudientes, si tenían cerda, destinaban uno de estos cerditos al engorde y si no la tenían lo compraban a primeros de año y lo engordaban para, ya cercano el invierno, sacrificarlo para alimento de la casa.

La matanza era una fiesta grandiosa a la que se invitaba a familiares y amigos, así como algunos vecinos con más relación.
La traída desde el corral se hacía clavándole al cerdo un gancho en la papada, al tiempo que otros lo azuzaban pegándole con varas hasta la mesa del sacrificio. Una vez allí y con no pocos esfuerzos, los hombres sacaban todas sus fuerzas para aupar al animal sobre la mesa y posteriormente sujetarlo para que permitiera al "matarife" clavarle el cuchillo en el cuello. Insoportables gruñidos del cerdo que era acuchillado sin remisión y sin posibilidad de escape, una verdadera salvajada no apta para personas sensibles. Previamente un barreño bajo la mesa donde recoger la sangre del pobre animal que ve como se le escapa la vida, mientras una de las mujeres se encarga de ir removiéndola para que no cuaje.

Tras la muerte del pobre cerdo un montón de aliagas secas sustituía a los sopletes actuales, quemando los pelos y piel del animal que saltaba a pedazos, lográndose no solo la eliminación del vello sino también la de cualquier suciedad externa. Después de esto, el despiece y la fiesta. Para los niños la vejiga que, hinchada con el canuto de una pequeña caña y atado posteriormente el conducto con un trozo de cuerda de longanizas, era el balón que entonces casi nadie tenía. Los mayores preparando el almuerzo que consistía en la fritura de las asaduras o recortes de las piezas importantes del animal mezcladas con una buena cantidad de ajos partidos con piel. Tras esto la molienda de magro, tocino y especias para preparar los chorizos y longanizas.

Una parte de la masa conseguida, previa mezcla de la sangre y de otro tanto de cebolla hervida, se destinaba a la preparación de las morcillas.
Terminado el trabajo ya cerca del mediodía, jamones y paletillas acompañados de largas ristras de embutido, colgaban de las vigas del desván. Acto seguido más fiesta y más comida para todos.
Como se ha dicho anteriormente la mayoría de las casas tenían animal para el trabajo de la tierra. Lo habitual era el mulo (matxo) aunque también había algunas mulas y burros de diferente raza. También en todas las casas gato, perro, o las dos cosas a la vez por lo que el contacto con animales era diario y común, como lo era también el olor a estiércol. Las mujeres más pulcras solían echar zotal en los corrales, lo que eliminaba parásitos y aliviaba olores, ¡pero aún así...!

El tufillo era en prácticamente todas las casas el mismo y hasta quien no tenía animales lo encontraba normal, casi familiar, no dándolo por fastidioso en ningunos de los casos.
Tampoco la ducha de las personas era normal ni frecuente. La gente se lavaba la cara todos los días y alguno de ellos los pies, pero no mucho más. El olor a sudor, que ahora tanto nos fastidia y nos llama la atención, era entonces normal y hasta "de machos", de persona trabajadora y por lo tanto admirable.
Supongo que más de una vez las mujeres sentirían casi vergüenza al acudir a los lavaderos públicos, ante la exagerada suciedad de la ropa que allí se llevaba, pero claro... ¡Mal de muchos, consuelo de todos!. Seguramente no llamaría eso la atención ya que, más o menos, todas la llevarían con parecidas características.

RAFAEL FABREGAT

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