16 de febrero de 2020

2944- PARÍS TESTIGO DEL HORROR.

La mañana del miércoles 16 de Octubre de 1.793, más de 10.000 personas esperaban incansables aquel espectáculo irrepetible. En la actual plaza de la Concordia no cabía un alfiler. Desde primera hora de la mañana se encuentran allí de pie, para no perderse ni el más mínimo detalle de ver como una reina, hasta entonces su reina, es "afeitada por la navaja nacional". Después de tantas horas de espera ya se conversa amigablemente con los vecinos sobre el tiempo y la política del momento. Incluso se bromea tratando de adivinar cuantas cabezas más tendrán que caer en el cesto hasta que los ánimos de la multitud se calmen definitivamente. Mientras tanto los vendedores, cesta en mano, van pregonando su mercancía intentando sacar provecho de semejante concentración de gente: panecillos, limonada o unos frutos secos para pasar el tiempo.

No es una obra de teatro callejero lo que todos esperan ver, sino la decapitación de la mujer más importante de la historia de Francia y Europa. Reina consorte de Francia y Navarra y Archiduquesa de Austria. EL Tribunal Revolucionario la había condenado dos días antes a la pena capital por traición, por promover toda clase de intrigas, de satisfacer todo tipo de caprichos desmesurados arruinando las finanzas del país, e incluso de mantener relaciones incestuosas con su hijo Luis Carlos, el Delfín de Francia. Hay que ver hasta donde puede llegar la imaginación de los intrigantes en tales circunstancias. Ya fue detenida el 1 de Agosto del año anterior, con motivo del triunfo de la Revolución. Aquel mismo día ya fue trasladada de la Torre del Temple a la Conciergeríe, antigua fortaleza convertida en sede del Tribunal. María Antonieta sabe que ha llegado su última hora, pues nadie sale de allí si no es para ir al cadalso. 

Se despidió de su hija María Teresa y de la princesa Isabel, su cuñada, pero no de su hijo Luis. No se lo permitieron. Llegó allí con un fardo en la mano, como único equipaje y fue inscrita con el número 280 y como "conspiradora de Francia". Tres meses estuvo en aquella fría y húmeda mazmorra, fría a la medida que el otoño se acercaba. Jamás volvió a ver a sus hijos, su marido hacía ya nueve meses que la había precedido en este duro trance. Tenía 37 años, pero aparentaba 60. Allí pasó sus últimos días enrollada en una manta, hasta aquel fatídico 14 de Octubre de 1.793. El día de su nacimiento, Día de los Difuntos de 1.755 en Viena, ya se presagiaba la corta vida a la que tendría que enfrentarse. El parto fue largo, difícil y agotador. En día anterior Lisboa fue destruía casi al completo por un histórico terremoto. Los reyes de Portugal, que habían de ser sus padrinos, no pudieron acudir por el desgraciado acontecimiento.

Aquella niña que vio su primera luz en tan lóbregos momentos, despertaría sin pretenderlo más odios que ninguna otra soberana de la época. Cuando el Tribunal le leyó la sentencia dos días antes, aún tuvo la valentía de dirigirse al Presidente para decirle: "Fui tu reina y me quitaste mi corona. Mataste a mi esposo tu rey y me has quitado a mis hijos. Solo te queda mi sangre. Tómala pero no me hagas sufrir más tiempo".
Antes de subir al cadalso escribió una carta a su cuñada: "Me acaban de condenar a que me reúna con vuestro hermano, el rey. Como él soy inocente y solo espero mostrar su misma firmeza en el último momento. Me siento tranquila pues ningún mal he hecho a nadie. Solo tengo el pesar de abandonar a mis pobres criaturas".  También a su mejor amiga Lady Elyzabetyh le escribió y le mandó un saquito con perlas grises, brillantes y rubíes, por si algo pudiera cambiar, pero el carcelero lo confiscó todo y no pudieron llegar a su destino.

A las 11 de la mañana apareció en la prisión el verdugo Henri Sanson, hijo de aquel que ejecutó al rey Luis XVI el 21 de Enero del mismo año. La esposa del director de la prisión le cortó el pelo a la reina y el verdugo se metió los mechones en su bolsillo. Acto seguido la subieron a un carro junto al padre Girard, párroco de Saint-Landry, designado por el Tribunal para acompañarla en su trayecto. La reina se negó a confesar, al rechazarle que pudiera elegir sacerdote. El verdugo detrás de la reina en la carreta. El vehículo se abrió paso por las calles abarrotadas de gente con la reina atadas sus manos en la espalda, como un preso cualquiera y soportando los insultos de la multitud. Nada menos que 30.000 soldados cubrían todo el trayecto. Al llegar a la plaza solo una silueta se eleva sobre el hervidero de curiosos: la guillotina, con su puente de madera.

Paró la carreta y la reina bajó en último lugar, pálida y derrotada por el cansancio y los insultos de los 10.000 espectadores morbosos que la acribillaban a insultos. Cegada por un sol del que había estado tanto tiempo privada María Antonieta perdió uno de sus zapatos, hoy conservado en el Museo de Bellas Artes de Caen. Contrariamente a lo que hizo su esposo y rey Luis XVI, ella no se dirigió a sus anteriores súbditos. Los ayudantes del verdugo la colocaron sobre la plancha de madera de la guillotina y la sujetaron con el cepo en forma de media luna. NI un minuto transcurrió cuando el verdugo dejó caer la afilada hoja de la guillotina, que segó la cabeza de la reina y después la recogió para mostrarla a la muchedumbre. Eran las 12 horas y 15 minutos. La muchedumbre, todos a una, gritaron un ¡Viva la República!. Se cuenta, sin embargo, que todos los presentes abandonaron la plaza en un silencio sepulcral...

RAFAEL FABREGAT

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