Sequere me...! ("Sígueme") Era una palabra que las prostitutas romanas llevaban grabada en la suela de sus sandalias. La palabra quedaba impresa en el polvo de las calles de tierra y los clientes quedaban enterados que podían seguirlas para acostarse con ellas. Para diferenciarse, muchas de ellas llevaban pelucas rubias, solían maquillarse de forma exagerada y vestían túnicas cortas de vivos colores. No era para llamar la atención de los clientes, sino para diferenciarse de las mujeres decentes. Otra práctica común era llevar sus partes íntimas afeitadas y pintadas de rojo bermellón, sin llevar prenda interior que las cubriera. De todas formas en aquellos tiempos no estaba bien visto que las mujeres hicieran el amor desnudas, ni siquiera las prostitutas.
Los prostíbulos no eran lugares de glamour, como nos muestran las películas de Hollywood, sino más bien tugurios pestilentes y siempre baja la atenta mirada del proxeneta correspondiente, que velaba ansioso para que el "servicio" terminara lo antes posible a fin de que pudiera entrar el siguiente cliente. Aunque eran consideradas un mal necesario, las prostitutas también eran vistas como lo más rastrero de la sociedad.
Catón el Viejo (234-149 a.C.) definió a estas mujeres como una auténtica bendición, puesto que permitía a los jóvenes dar rienda suelta a sus instintos sexuales, sin tener que molestar a las mujeres de otros. La tradición nos cuenta que Rómulo y Remo, fundadores de la ciudad de Roma, fueron criados por una "lupa". Para suavizar las cosas se cuenta que se trataba de una loba, pero lo cierto es que en latín esta palabra significa puta y no loba. Las rameras siempre estuvieron presentes en la vida de Roma, pero no fue hasta el siglo II a.C. cuando la lujuria empezó a formar parte del ocio ciudadano. Es entonces cuando se aceptó su presencia, al pensar que garantizaba en buena parte que no se acosara a las mujeres decentes. En uno de los textos de Plauto (254-184 a.C.) puede leerse: "Si tienes dinero, nadie te impide que compres lo que está en venta, pero no te metas en caminos particulares".
A pesar de considerar positiva la presencia de los prostíbulos, el solo hecho de ejercer este oficio hacía a estas mujeres carentes de toda dignidad moral a los ojos de los demás. No era así en cuanto a los clientes, por considerarse una práctica sana tanto para solteros como casados, pues aliviaba a quien no tenía mujer y le daba amenidad al matrimonio. En uno y otro caso se consideraba que las prostitutas actuaban en favor de la salud pública. El único problema para ellas era el desprecio de las demás mujeres, puesto que no usaban su cuerpo para la procreación, como hacían ellas. Normalmente las meretrices provenían de los estratos más pobres de la sociedad. Generalmente eran mendigas, delincuentes, esclavas e incluso mujeres violadas y abandonadas por sus familias, que optaban por este oficio como forma de ganarse la vida.
Las cortesanas eran las más bellas y refinadas. Prostitutas de lujo, solo al alcance de la alta sociedad y que, en la casa del varón contratante, participaban en las cuestiones domésticas aunque mostrando siempre el respeto al hombre como si de un marido se tratase. Mucho más abajo del escalafón estaban las mesoneras o venteras, mujeres casi siempre casadas, que regentaban un negocio y que, sin ser prostitutas, accedían con el permiso de su marido a ganar un dinero extra manteniendo relaciones sexuales con sus clientes.
La más baja categoría era para aquellas que trabajaban en un burdel, dependiendo de la categoría de éste, aunque la mayoría solían ser lugares lúgubres y apestosos. Los lupanares reservados a la plebe eran repugnantes ya que, además de lúgubres, las "cellas" eran una especie de cuevas de insoportable hedor que penetraba en la ropa del cliente, sin abandonarlo hasta varios días después. El precio solía rondar entre los 5 y 10 ases por servicio prestado. Para que podamos hacernos una idea, 10 ases eran 1 denario y el sueldo de un legionario era de 300 denarios al año.
El pago, eso sí, siempre por adelantado...
RAFAEL FABREGAT
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