Estamos en el pueblo de Cabanes, como bien podríamos estar en cualquier otro lugar. El único dato importante es que, dos años arriba o abajo, corre el año 1.960 y hablamos de niños de entre diez o doce años. Una edad difícil para la época puesto que nadie te escucha, no pintas nada en la casa, donde una sola mirada de tu padre es suficiente para paralizarte. Tampoco en la escuela tienes derecho alguno, puesto que los que tienen uno o dos años más que tú son los que manejan el cotarro. También los maestros te dan alguna que otra colleja, algunos con el puño cerrado y con el anillo situado en el nudillo del dedo para hacerte el mayor daño posible sin sufrir ellos molestia alguna. Otros con una delgada caña, que mantiene en la punta parte de su raíz, o con la regla, previamente unidos tus dedos a modo de cucurucho. ¡Dios mío, que herejías!.
En Cabanes los líderes principales, en cuestión de "armamento", eran Amador y Pepe el de Venancio, repetidores de 3 o 4 años más que nosotros, siempre portadores de las espadas más grandes y las hondas (fones) más potentes, confeccionadas con gomas de cámara de tractor, entonces escasísimas.
Las expediciones al campo de batalla (Molinet del Vent) eran dirigidas por ellos y como lugartenientes Paquito el de Facundo y Vicente el de Pepita, también uno o dos años mayores.
El resto (la tropa) pintábamos poco y debíamos limitarnos a obedecer las órdenes recibidas.
Se luchaba con todas las armas a nuestro alcance: grandes cañas a modo de lanzas, espadas de madera de exquisita confección realizada por los carpinteros locales.
En juegos más modernistas cabían las pistolas y fusiles de madera con gomas de cámara de coche y anclaje de cortina para asegurar la piedra a lanzar y el gatillo de duro alambre de tender la ropa. El armamento siempre guardaba relación con el tipo de batalla, por lo que si era de indios el armamento eran flechas y lanzas, pero el bando de los americanos podía usar las armas "de fuego". También ondas de todo tamaño y potencia, o bien a pedradas directas cuando la guerra era de tiempos prehistóricos. De todas formas, cuando fallaba el "sofisticado" armamento todo valía. Un verdadero peligro...
Los prisioneros, aún tratándose de un juego ejecutado por pandillas locales contra las que no había la más mínima animadversión, nunca eran tratados con benevolencia.
Unos eran azotados con cordeles de esparto crudo (trenilla) y otros atados al tronco de los árboles y, aprovechando que era costumbre el ir entonces con pantalón corto, restregadas por sus piernas ortigas que allí crecían con profusión.
Tras el martirio, los prisioneros quedaban atados en los árboles mientras el "ejército" atacaba la cota más alta del cerro del Molinet del Vent, descendiendo después por la parte contraria en el paraje llamado "El Campet". Fueron varias las ocasiones en que, por este motivo, se olvidó a los prisioneros y después de estar ya todos los chavales en casa y llegada la hora de cenar, algunos padres tuvieron que ir ya de noche a "rescatarles", desatando a sus ya desesperados hijos de los árboles en cuestión.
Bestialidades que entonces constituían la distracción juvenil.
Si la película del domingo era "del Oeste" y por consiguiente con indios, la semana siguiente y algunas otras más las armas eran arcos realizados con potentes rebrotes de árboles cortados y alambre de paca (bala) de paja; las flechas delgadas cañas con un alambre enrollado en la punta para mayor precisión del disparo y golpe más duro en el enemigo; también lanzas de caña gruesa que en más de una ocasión dio en la cara de algún enemigo, con la milagrosa coincidencia de no sacarle nunca un ojo a nadie.
Otras veces, entonces de moda las películas "de romanos"
(BEN-HUR, QUOVADIS, etc.), la semana empezaba en los recreos escolares con toda la parafernalia romana y hasta con cuádrigas en las que los "Aurigas" o conductores siempre eran los mismos (Amador, Pepe, Paquito y Vicente) y los "caballos" (un largo cordel atado por las puntas y pasado por debajo de los brazos y por detrás de la cabeza) todos los demás.
Es cierto que también se jugaba a otros juegos más recreativos y menos violentos pero, la mayoría de las veces, ir a la escuela daba miedo y a la salida, en los juegos de la tarde,... ¡mucho más!.
Cuando los ánimos estaban más calmados, porque de todo se cansa uno, jugábamos a la trompa, el guá, a las chapas, al buli y dali o als cartonets, pero tampoco en esta clase de juegos podíamos escapar los débiles de los abusos de los mayores. La trompa más grande tenía que ser siempre la suya y el bastón para jugar al buli el más potente; en cuanto al juego dels cartonets (cara anterior y posterior de las cajitas de cerillas) cuando por una mala racha se les acababan a alguno de ellos, siempre sacaban la excusa de que determinado tipo de los que a ellos les quedaban,valían por cinco, o más.
Como en todas las cosas de la vida, los que permitíamos su jefatura no es que estuviéramos tontos, sino que preferíamos quedar a la sombra y al margen de los inconvenientes que mandar siempre representa. Así eran los juegos y las cosas de entonces y, aunque totalmente diferentes, en las distracciones de ahora también sigue habiendo roles a los que algunos aspiran y de los que otros pasan olímpicamente por simple comodidad.
RAFAEL FABREGAT
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