El primer cigarrillo.
Sucedería allá por el 1.958-59, teniendo yo por tanto unos 9-10 años de edad. Estaba con un compañero de juegos (Enrique el del Raconet) y seguramente no teníamos otra cosa mejor que hacer.
Pasábamos el tiempo explorando las cercanías del Ravatxol, intentando seguramente cazar alguna rana en los charcos putrefactos, que entonces eran habituales, cuando descubrimos que la pequeña "pallisa de Sixto" estaba con el techo hundido y la puerta abierta. Nos acercamos cual exploradores aguerridos saltando la alta pared que allí tenía la riera y nos acercamos temerosos de que el dueño pudiera estar por las cercanías de la pequeña construcción, plantando quizás alguna verdura en el bancal anexo. No había nadie por las inmediaciones y nos acercamos a la puerta que, abierta en su totalidad, mostraba un tejado de teja artesana sobre cañizo de cañas, hundido solamente por uno de los lados.
Al parecer, las vieja vigas (cabirons) de madera se habían roto por la humedad provocada por alguna gotera no arreglada y el tejado había caído al suelo parcialmente, formando una especie de túnel que a nosotros se nos antojó una cabaña en la que acudir a jugar un día si y otro también. Bajo el techo semi caído y con un verdadero peligro que no intuimos jamás, había restos de paja que acomodamos en el improvisado habitáculo y que nos daba una cierta comodidad. Una semana después la vieja y ruinosa caseta era ya nuestro cuartel general. Cierto día, aprovechando que mi padre siempre tenía tabaco en rama en el desván y los libritos de papel de fumar sobre la chimenea de la cocina, hice acopio de material y lo trasladé al lugar de juegos.
Sin idea del asunto y con un resultado de pena, el llamado Enrique y yo nos liamos un cigarrillo cada uno y lo encendimos con unas cerillas simulando ser hombres hechos y derechos en un juego que duró poco tiempo.
Bromeando Enrique encendió la paja que teníamos alrededor y yo hice lo propio en el encañizado que aguantaba las tejas del maltrecho tejado. Posiblemente era un caluroso día de verano y todos aquellos materiales viejos y resecos por el calor, prendieron como si de pólvora se tratase. Asustados intentamos apagar el pequeño fuego que a modo de broma habíamos encendido, pero cuanto más lo golpeábamos más fuerza y extensión alcanzaban las llamas. Salimos... A duras penas salimos de la pequeña caseta donde pudimos perecer abrasados. Indemnes pero asustados, vimos como en cuestión de segundos las llamas sobresalían varios metros por encima de las breves paredes.
Corrimos asustados como perseguidos por el propio diablo, cada cual hacia su casa y sin pararnos a comentar nada sobre lo sucedido.
Naturalmente, en previsión de un posible castigo, no dije en casa nada de lo que había ocurrido pensando también que se trataba de una caseta derruida y que la cosa tampoco tenía gran importancia.
Al día siguiente en la escuela hablamos sobre lo que pasó y tampoco Enrique había dicho nada a sus padres, por lo que decidimos olvidar el tema y lógicamente no volver más por allí. Pero el olvido fue por poco rato...
Alertados por algún vecino que vería las llamas y nuestra salida de la caseta en desbandada, cuando llegamos a casa al mediodía a la salida de la escuela, nuestros padres ya nos estaban esperando correa en mano que afortunadamente no llegaron a emplear. Se montó el oportuno interrogatorio, improperios y amenazas de todo tipo y algún que otro tirón de orejas... Nos obligaron a ir a la casa del dueño de la caseta a pedir perdón, pero nada más.
Inventores sin medios.
Por aquellos tiempos y con una cierta frecuencia venía a Cabanes un tal Arturo, sobrino de la "tía Martina" y "Agustí Andreu", cuñados de la "tía Elvira la
espardenyera". Agustí era guardia de campo y el matrimonio vivía en el número dos del carrer Nou, junto a la placeta de Sitjar, en la casa que actualmente ocupan María Jesús (Chus) y su marido Quique.
Tantas eran las veces que Arturo venía a nuestro pueblo que incluso iba con nosotros a la escuela, por lo que a menudo solíamos jugar juntos. Él era un par de años mayor que yo y además de tener conocimientos superiores a los míos por la edad, le gustaban las aventuras un poco estrafalarias o al menos a mí eso me parecía, lo cual resultaba atractivo.
Cierto día me dijo querer hacer un cohete que llegara al cielo y me preguntó si tenía dinero para comprar los ingredientes necesarios para fabricarlo. Naturalmente yo no tenía una sola peseta y para asociarme a su aventura brindé la posibilidad de vaciar unos cartuchos que había descubierto días antes en el desván de mi casa y aportar la pólvora que saliera.
Aceptó encantado y aquella misma tarde busqué los citados cartuchos, al parecer de fusil y que seguramente habría traído mi padre de la reciente guerra civil. Ignorando el peligro al que me enfrentaba, a golpe de martillo arranqué las balas de los cartuchos y vacié la pólvora que contenían en una pequeña cajita de latón que había preparado al efecto.
Afortunadamente nada pasó y al día siguiente, dentro del cauce del "Ravatxol", que era el lugar de la cita, aporté mi material. Arturo no se alegró tanto como yo creía, pues dijo que con tan pequeña cantidad nada importante podríamos hacer. Se guardó la cajita que dijo emplearíamos en mejor ocasión y me dijo que había conseguido un "duro" y que con él podríamos realizar el invento. Nos fuimos los dos a la "tenda de les Danieles" y diciendo que era para su tía Martina, Arturo compró 2 Kg. de "piedras de carburo" (4,-Ptas.) y con ellas metidas en una bolsa de papel nos encaminamos al punto de lanzamiento, dentro del cauce del Ravatxol.
Afortunadamente la escasez económica hizo que Arturo optase por distribuir el "carburo" para varios "lanzamientos", porque si llega a disponer todo el material en uno solo, posiblemente hoy no podría escribir esta entrada (por falta de manos, o de cabeza, vete a saber).
Previamente preparada una lata vacía de sardinas en aceite, de una capacidad aproximada de 2 Kg. y con un pequeño agujero en el centro que habíamos realizado con un pequeño clavo, cavamos un hoyo en el suelo de un ancho similar al del bote conseguido. Al hoyo, doble de profundo que la lata preparada, pusimos una buena cantidad de carburo dentro, añadiéndole una cierta cantidad del agua putrefacta que el río siempre llevaba, procedente de los lavaderos municipales. El carburo en contacto con el agua empezó rápidamente a hervir, creando el gas que tantas veces se empleaba entonces para alumbrarse en patios y corrales sin luz eléctrica. Arturo tapó rápidamente el hoyo poniendo la lata del revés y arrimando al mismo tiempo tierra alrededor para que el gas escapara solamente por el pequeño agujero realizado.
Prensó bien la tierra de alrededor de la lata a base de patadas y, gato viejo y espabilado, Arturo mandó al jovencito e inocente Rafael que prendiera una cerilla y la arrimara al pequeño agujerito del que, según él, saldría una pequeña llama cual si de un farol de carburo se tratara y entonces...
¡¡¡ BOOUM !!!
Una fuerte explosión dejó escocida mi mano para el resto de la semana. Apenas fue el roce del bote porque yo, ya miedoso con el experimento, acerqué la llama de la cerilla con precaución y la retiré de inmediato pero aún así la explosión fue más rápida que yo. Mi mano quedó amoratada y el bote... ¡no alcanzó el cielo, pero si que fue a parar a más de cien metros!
Con la mano envuelta con mi pañuelo de bolsillo, el susto no impidió que consumiéramos el resto de carburo en nuevas explosiones, pero los experimentos posteriores ya fueron encendidos por Arturo, lanzando éste la cerilla al agujerito desde una mínima distancia de seguridad, en lugar de acercarla con la mano.
No escarmentado con la experiencia anterior y con tan solo la peseta sobrante de la compra de carburo en el bolsillo, Arturo tenía una nueva sorpresa con la que deleitar a su amigo Rafael. Dijo ser capaz de fabricar pólvora en el caso de que yo le proporcionara una cierta cantidad de azúcar, que vino a ser alrededor de 100 gramos. Menos mal que esa cantidad era suficiente pues en mi casa, como en la mayoría, el azúcar (y todo lo demás) estaba escaso en aquellos tiempos. Nos fuimos a mi casa, en el número siete de la calle de las Eras (muy cercana al Ravatxol y en un momento de despiste de mi madrastra cogí un buen puñado de azúcar de un paquetito que guardaba en la vieja alacena. Arturo dijo ser suficiente y ambos nos dirigimos a la farmacia de Don Pedro, en la calle San Vicente.
Perfectamente conocedor de lo que hacía, pues habrían sido muchas las veces anteriores en las que había realizado el experimento que ya no era tal, Arturo pidió a Don Pedro una cajita de pastillas de Clorato Potásico para tratar unas llaguitas "que le habían salido a su tío Agustí, en la boca". Don Pedro no tenía el por qué dudar de su palabra pues efectivamente ese era el medicamento para dicha problemática y ese era también el ingrediente que nos faltaba. Preguntó el precio que resultó ser de 0,90 Ptas. ¡Maravilloso, aún nos sobraban 10 cts.! Cogimos la cajita de pastillas y nos encaminamos hacia el Ravatxol.Machacamos sobre una piedra grande y lisa la totalidad de las pastillas que contenía la cajita y mezclamos el polvo resultante con los aproximadamente 100 gramos de azúcar que yo había aportado. El resultado fue un combustible similar a la pólvora. De hecho, con unos canutos de caña, un trozo de mecha de voladura que también encontré en el desván de mi casa, papel de envolver y un trozo de cuerda fina, fabricamos petardos y hasta cohetes voladores. El tal Arturo, con domicilio paterno en Borriol, sabía mucho... ¡Quizás demasiado!.
Jugar a médicos, algo habitual.
Como es natural, el lector habrá pensado que voy a referirme a lo que tradicionalmente se llama jugar a médicos con chicas... Ójala se tratara de eso, pero no, no... Yo era entonces muy amigo de Pepe "el de Bolos" con el que jugaba día sí y otro también hasta el punto de que cuando no estaba yo en su casa, estaba él en la mía. Como mi padre tenía el taller de escobas junto a la carretera de Zaragoza, en la Bodega de les Camiles, costumbrábamos a jugar en la Bassa Nova, adyacente a los bancales de la familia Dotres y esquina al camino que desde "el Peiró" de la calle San Mateo, inicia el recorrido hacia Benlloch. Entonces llovía más que ahora y aunque todos los animales que venían de aquella parte del término municipal abrevaban en ella, dicha "Bassa" siempre tenía una cierta cantidad de agua y por lo tanto la materia prima que nosotros necesitábamos: ¡Ranas!.
Esa era la materia prima, las ranas con las que Pepe, también mayor que yo, ponía en práctica disecciones propias del más experimentado médico forense.
Los desgraciados animalitos no hablaban ni gritaban pero yo, más mojigato, era incapaz de realizar las instrucciones que el maestro me enseñaba. Pepe, el "maestro", se enfadó conmigo y me quedé sin amigo durante casi una semana, tachándome de cobarde y gallina. Claro que unos días después el amigo volvió, pues "le faltaba un hervor" y tampoco todos querían jugar con él. Jugamos a "pastà fang" con el barro que permanentemente había en el borde del agua. Jugábamos al "Santa lluna fa forat" y también hacíamos coches, camiones y toda clase de cosas de barro. Volvimos a ser amigos y todo volvió a ser como antes. Pero sin ranas, eso sí... ¡Sin ranas!.
RAFAEL FABREGAT
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