Una vez más me remonto a la década de los 50. ¡Cosas de la edad y de la Historia que nos ocupa...!
En los pequeños pueblos como el nuestro, de poco más de dos mil habitantes y prácticamente todos agricultores de escasa hacienda, las humildes viviendas constaban de bajo y una altura, dos como máximo.
En los bajos encontrábamos en primer lugar la llamada entrada que hacía las veces de recibidor y almacén; el carro, el arado, sacos de trigo, almendras y algarrobas, así como todo el utillaje para el enganche del mulo y para las diferentes labores agrícolas a realizar a lo largo del año.
A continuación la cocina-comedor, siempre con chimenea, por ser la leña el único combustible empleado en la preparación de la comida y modo de calentar mínimamente la casa en invierno.
Tras ella la escalera de acceso al piso superior y a continuación el corral donde se refugiaba el mulo tras las duras jornadas de trabajo.
En el piso superior solían haber un par de habitaciones, normalmente sin puerta alguna y con una simple cortina de tela rudimentaria que diera un mínimo de intimidad.
En las casas con más posibilidades, la escalera seguía hacia una segunda planta en la que normalmente había una gran sala que constituía el 70% de la superficie del solar de la casa y que servía como trastero ó desván, mientras que el 30% restante lo constituía un pequeño terrado (algunas veces con porche) en el que poder tender la ropa.
Explicado lo anterior, para un perfecto conocimiento de la distribución habitual en este tipo de construcciones, es obligada la vuelta al motivo de esta entrada...
El 95% de las casas del pueblo carecía del servicio de aseo más elemental.
Los WC actuales no se conocían entonces, por la simple razón de que no había agua corriente y desagües. Solo en los bares y cuatro casas mal contadas, un simple retrete venía a dar "solución" a los apuros mayores, mientras los orines se hacían en patios, corrales, etc.
Con este sistema y sin agua corriente ni desagües, aguas mayores y menores en su caso, iban a parar a una fosa séptica que con más o menos frecuencia debía vaciarse manualmente con un simple cubo, acarreando el contenido mediante una gran tinaja de barro. Dicha tinaja se cargaba sobre un pequeño carro de mano que el semi-asfixiado portador llevaba hacia las afueras de la población donde vaciaba el contenido.
El sistema era tan desagradable, por la extraordinaria peste que desprendía, que eran muy pocos los particulares que querían dicho "adelanto" en la casa, salvo que su escaso uso evitara el vaciado.
Este trabajo se hacía siempre de madrugada para evitar las quejas del vecindario. Unos años después, en lugares públicos como Bares, Escuelas, etc. ya instalaron aquella placa cuadrada de porcelana que, con un agujero en el centro y con la huella de los pies en los lados, permitían evacuar el cuerpo con una cierta dignidad.
La inmensa mayoría, prácticamente todos, preferían evacuar sus necesidades directamente en las afueras del pueblo bajo cualquier pared de un bancal extramuros o en la propia casa, en el corral del mulo, semi-enterrado después con unos puñados de paja seca que se tiraba a los pies del animal a diario.
El estiércol producido por gentes y animales se sacaba una vez al mes, evitando una larga fermentación que hubiera producido olores demasiado fuertes.
Aún así, como es fácil suponer, las casas olían todas a corral por decirlo de una forma suave.
De todas maneras, al vivir todos de parecida forma, todas las casas tenían más o menos el mismo "ambiente" y nadie notaba olores fuera de lo común.
Solo destacaban un poco aquellas en las que se criaban también gallinas, conejos y hasta algún que otro cerdo; aunque para este último animal ya se consideraba imprescindible que la casa tuviera alguna ventilación.
El servicio de ducha, como mucho semanal fuera de la época veraniega, era de comodidades parecidas al citado WC.
No habiendo llegado por estas latitudes el plástico, era común en todas las casas disponer de grandes tinajas de barro, llamadas aquí "cosis", que tenían una capacidad aproximada de 100 litros o más.
También era frecuente en las casas de Cabanes disponer de capazos de goma que confeccionaba un artesano local.
Puestos de pie dentro de uno u otro utensilio (vacío) ibas arrojándote agua mediante una regadera y posteriormente enjabonándote con una de las pastillas que las madres habían fabricado unos meses atrás, con sosa caústica y restos de aceite rancio o indigesto por su elevada graduación...
En la actualidad, alguna de esas tinajas o "cosis" (rellenos de hormigón) se utilizan como mesas en masías rústicas de alto nivel.
Todos estos "servicios" de aseo se realizaban en el corral del mulo y en la parte de atrás de la casa.
La "ventaja" era que el ambiente difería poco del resto de las piezas, puesto que todas ellas estaban impregnadas de parecida "fragancia".
La higiene que ahora consideramos imprescindible no existía entonces y nadie notaba que el vecino pudiera oler a sudor puesto que todos olían igual.
En no más de una docena de casas, naturalmente las más pudientes (o creídas) de la población, había un depósito de agua en la cubierta, de no más de unos 100 litros que, mediante la consiguiente tubería de plomo, llevaba el agua hasta el fregadero de la cocina.
No más que eso, puesto que toda el agua debía acarrearse a mano desde la fuente del pueblo hasta la casa o sacarse de la cisterna, quien la tuviera. Pero eso no es todo, ya que todavía había que subir los cántaros por la escalera y hasta el terrado (2/3 pisos), lo que suponía un trabajo tal que hacía que el depósito estuviera siempre vacío.
Digamos que el suministro de agua al fregadero era más una decoración que una comodidad real ya que, el sacrificio de llenar el depósito, superaba con mucho la ventaja de fregar los platos con agua corriente. Bajo aquel fregadero, había siempre un cubo de agua para fregar los cacharros y el grifo solía agarrotarse por falta de uso. No había más comodidades porque, aparte la miseria tantas veces referida, éstas no estaban tampoco disponibles en los pequeños pueblos. Sin agua corriente ni desagües, pretender instalarlas era tirar el dinero por la ventana y los tiempos no estaban para eso. Cuando yo me casé, con mi idolatrada novia Montse, no teníamos casa y hubimos de alquilar una donde instalarnos.
Entendiendo mi carácter y pretensiones de ofrecer a mi futura mujer lo mejor, alquilamos la mejor casa disponible de Cabanes; la de Viçent el de Paveto, en el número 77 del carrer de la Font, entonces llamado Capitán Cortés, una verdadera "joya" en aquellos momentos.
Una casa sin agua, sin luz, con retrete o comú, en un bancal anexo al fondo y paredes desconchadas. Dos habitaciones, la segunda con piso de yeso y llena de mierda de las gallinas que habían criado allí hasta entonces.
Personalmente y sin haber tocado jamás una bombilla, instalé la luz por toda la casa y nunca agradeceremos bastante la ayuda de amigos y familiares que colaboraron en la limpieza, empapelado de paredes y todo cuanto contribuyó a que aquella pocilga fuera habitable. Nada que ver con la forma de vida actual. De todas formas todos estábamos igual y muchas de las comodidades, por desconocidas, dejaban de ser necesarias. Solo el cine las mostraba pero...
- ¡Las películas son todo mentiras!, -nos decían nuestros padres...
EL ÚLTIMO CONDILL
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