Seguramente defraudaré a alguno de los lectores, pero ni estamos en los tiempos de la Ley Seca Norteamericana (1919-1933) ni voy escribir sobre los gánsters.
Al Capone, Salvatore Maransano o Vito Genovesse tendrán que esperar; también Eliot Ness, líder de los agentes de Chicago denominados Los Intocables, policías que perseguían a los antedichos maleantes intentando acabar con sus negocios ilegales.
No, no, los "tiros" no van por ahí, lo mío es mucho más próximo y sencillo que todo eso.
Yo sitúo la acción en España, en la provincia de Castellón, en el pueblo de Cabanes y, en principio, en la partida de La Ribera de Cabanes, aunque con algunos "acompañantes" más. Corría el año 1965, quizás alguno más. La pandilla de "Fransuà" (Paco Julve), nombre que se le dio a este chico por haber nacido en Francia, había decidido comprar un viejo coche para sus correrías.
Se trataba de una pieza casi de museo, un modelo anterior a la guerra civil, pero que funcionaba perfectamente y que les ofertaron a muy buen precio: 5.000 pesetas (30 €). El problema es que todos eran menores (15/17 años) y nadie tenía Permiso de conducir, ni coraje para inscribirlo a su nombre, responsabilizándose de los problemas que pudiera acarrear su conducción.
Sin embargo, aunque ellos todavía no lo sabían, la solución se presentaría rápidamente. El padre de Fransuà era el propietario del Bar Julve, en el barrio de l'Empalme y aquel mismo día se dejó caer por allí uno de sus principales clientes. Hilario el de Frontonero, soltero de unos 50 años de edad y permanentemente borracho, en conversación con los jóvenes, se ofreció a que se inscribiera el vehículo a su nombre a cambio de unas rondas de vino.
Entonces las cosas no estaban como ahora y los chicos, en un acto de inconsciencia juvenil, hicieron la compra del coche y lo pusieron a nombre de este sujeto. En base a su antigüedad, al coche lo "bautizaron" con el nombre de Los Intocables y fue él quien dio nombre a la pandilla.
El llamado Fransuà (de 14 años y el más joven de la "banda") tenía abuelos en Cabanes y pasaba largas temporadas con ellos, hasta el punto de ir aquí a la escuela. Esas temporadas formaba parte de mi pandilla (Los chupetes). Su pandilla de la Ribera no subió jamás al pueblo, pero la nuestra si que bajó en varias ocasiones y llegamos a salir de marcha con ellos. Nosotros alquilábamos alguno de los dos taxis que funcionaban en Cabanes en aquella época: (José el Quinto, con un CITROEN del año 47 y Daniel el de Batalla, con un SEAT-1400) mientras ellos iban con su flamante coche de Los Intocables.
Eran desplazamientos cortos: unas cervezas en el Bar Caña, de la Torre la Sal, o alguna verbena en un pueblo vecino: Oropesa, Benicasim, Torreblanca o Alcocebre eran lo más habitual. En Alcocebre había un Bar con pista de baile en la misma playa y era cita obligada en el verano. De todas formas sea cual fuere el destino elegido, la vuelta siempre era con prisas y maldiciones de los propietarios de los bares y de alguna buena mujer puesto que teníamos la mala costumbre de llenar los vehículos de toda clase de cosas que no queríamos para nada: macetas, ceniceros, servilleteros, etc. Como en las películas de gánsters el coche arrancaba a la máxima velocidad y se perdía en la oscuridad con las carcajadas de sus ocupantes y las maldiciones de los afectados por las gamberradas.
Nuestra pandilla no tenía vehículo alguno, pero los teníamos todos. Aparte los aludidos taxis Enrique el de Sodilluns, aprendiz de mecánico en el taller de Adolfito frente al Bar Tony, abrió prontamente taller propio en los bajos de la casa de su abuela en el carrer Castelló y allí nos reuníamos la pandilla, estudiando la forma de tener disponible para el fin de semana alguno de los vehículos en reparación.
Por su amistad con el propietario, la Montesa-BRIO de Paco el Greixo siempre estaba disponible para Enrique y lo mismo la Montesa -110 de Tonico el de Canina para su sobrino Fransuà pero, si habíamos de ser más, no eran suficientes.
El "pato" lo pagaban el Gordini de Vicent el de Roc, el Gogomobil de Don Enrique el metge, el Biscuter del Ros de Martino y un largo etcétera que precisaban de vez en cuando de alguna reparación, cuya "complejidad" obligaba casi siempre a tener el vehículo en taller hasta el lunes siguiente.
En cierta ocasión, viernes por la tarde, a un tendero de San Mateo se le paró el Seat-600 a la entrada de pueblo y preguntando a un vecino, éste le dijo que había un taller a la vuelta de la esquina.
Se dirigió el tendero al taller de Enrique que lo dejó todo para atenderle.
El mecánico le dio al arranque sin resultado alguno y estando a punto de pasar el último coche de línea con dirección a San Mateo, el cliente comentó la posibilidad de marchar con el autobús y recoger el coche el lunes siguiente.
Enrique, que ya había visto que solo se trataba de apretar una de las bujías, aprobó la idea y el coche quedó aparcado frente al taller. Con aquel 600 el sábado marchamos a Vilafamés que había verbena y al siguiente día domingo la pandilla de Montsín, chicas con las que organizábamos algunos guateques, propuso alquilar el taxi de Daniel el de Batalla al tiempo que los chicos iríamos con el 600 del señor de San Mateo. Fuimos al Mas de Roures, en el Plà de l'Arc, donde hacían baile con un viejo tocadiscos. Después de divertirnos un buen rato, parece ser que alguien se pasó de la raya con los massovers que allí estaban y tras la acalorada discusión subimos a los coches y arrancamos, tirándonos ellos algunos terrones de tierra de un bancal recientemente arado. Aquello era una especie de huida deshonrosa y así lo comentamos chicas y chicos cuando paramos los coches a escasa distancia de la masía.
Enrique, que durante la reparación del 600 había visto que el maletero estaba repleto de huevos, dio orden de regresar.
No hizo falta pensar ni razonar y parando a escasos metros del Mas de Roures, donde los "enemigos" todavía permanecían en la calle riéndose de nuestra rápida retirada, abrimos el capó y empezamos a lanzarles huevos consiguiendo que, alguno de ellos ya manchado por los impactos, huyeran a través de los bancales o escondiéndose en la masía. El honor había quedado restablecido.
Exceptuando un par de chicos que tenían "rollete" con alguna de las chicas, el resto regresamos por Benlloch con tan mala fortuna que a la entrada de la población chocamos con un coche destrozando nuestro parachoques y el suyo. El otro conductor quiso solucionar el incidente por medio del seguro, pero Enrique no tenía carnet ni era propietario del vehículo por lo que, para empezar, se imponía hacerse cargo de los costes de reparación de la parte contraria.
Enderezamos un poco la chapa para poder continuar y regresamos a Cabanes, donde Enrique le contó a su abuela el accidente y ésta le proporcionó el dinero para evitar la denuncia del propietario cuyo coche había abollado. Pero quedaba una segunda parte por solucionar. El 600 también estaba con el parachoques roto y un poco abollado el capó... sin contar las 4/5 docenas de huevos que faltaban.
El lunes a las diez de la mañana, el tendero de San Mateo bajó del autobús para recoger su vehículo, pero para entonces Enrique ya tenía preparada su estratagema. La noche anterior había ido a la higuera del Trinqueté, bajo la cual estaba el 600 y abriendo el capó destrozó con un palo casi todos los huevos que quedaban en las hueveras, impregnándose el maletero de todo un engrudo de huevo y cáscaras rotas.
Apenas se asomó el tendero a la puerta del taller y sin darle tiempo a dar los buenos días, Enrique se abalanzó sobre él increpándolo:
- Asesino, criminal!
El hombre, espantado, no sabía como reaccionar.
- Però... què passe? -preguntó perplejo el tendero.
- Què passe?, casi em mate per culpa seva i encara em pregunte què passe? -respondió Enrique aparentemente acalorado.
- Jo no sé de que em parles -balbuceaba el tendero.
- Deixar-me un coche sense frenos, sense dirmeu, que no me he matat de milacre i encara em pregunte què passe pocavergonya? -remató Enrique.
- Jo dels frenos no li notà mai res -se defendía el de San Mateo.
- Ah no? Pues allà baix d'una figuera està tot esclafat i jo viu de miracle -dijo Enrique.
- Bueno, lo important és que tu no et feres res, el mal ja s'arreglarà -dijo el tendero intentando calmar los ánimos del acalorado mecánico.
Eran las palabras que Enrique esperaba oir. Poco a poco fue bajando el tono de sus reproches y fue contándole lo que se le ocurrió. El coche, aunque abollado, podía circular y solo faltaba saber si el cliente le encargaba a Enrique la reparación o si quería llevárselo y arreglarlo en otra parte. El de San Mateo optó por llevárselo y apañarse por su cuenta y a cambio Enrique le dijo que no le cobraría el material (una bujía) ni la mano de obra (un minuto).
Al marchar el tendero, Enrique exclamó aliviado:
- Hostia!. M'he escapat de sort... Més de dos mil duros de mal!
Seguramente al pobre vecino de San Mateo no se le habrá olvidado nunca que, con aquella avería, no solo se quedó sin coche, sino que perdió... ¡hasta los huevos!.
Otro día el Ros de Martino, ya propietario de un Biscuter, le llevó una nueva adquisición: una anticualla de 1.920 pero bastante bien conservado. El vehículo, mucho más antiguo que el que tenían nuestros amigos Los Intocables de la Ribera, funcionaba perfectamente pero tenía el inconveniente de que el depósito del agua del radiador iba parejo al del aceite, por lo que cada vez que se usaba debía abrirse un pequeño grifo que había bajo el radiador y cerrase tras su uso. Al parecer el coche tenía un pequeño problema eléctrico que Enrique arregló rápidamente pero, siguiendo la costumbre, le dijo al cliente que faltaba una pieza que no llegaría hasta el lunes y el coche del Ros quedó en depósito bajo la higuera de Paco el Trinqueté y el cliente marchó hacia su casa agradeciendo el detalle de protegerlo de los rayos del sol.
El sábado por la noche, tras tomarnos unas cervezas en el Bar Tony (Enrique, como siempre, con berberechos) bajamos por el carrer Castelló y girando por la esquina de la antigua ferrería de Manuel el de Pipa nos encaminamos a la higuera de El Trinqueté donde nos esperaba la flamante antigualla.
Enrique abrió el pequeño grifo del agua y le dio al contacto, Paquito el de Basilia hizo girar con fuerza la manivela y el motor arrancó con alegre sonido. Con sonrisas de oreja a oreja nos instalamos todos en el interior y arrancamos en dirección a Benlloch. El coche iba como un reloj y al poco rato paramos en el Bar de Perito a tomar la primera ronda. Era la fiesta de los quintos y había una verbena que nos mantuvo ocupados hasta altas horas de la madrugada. Finalizada ésta y ya sin más interés decidimos regresar, por lo que nos acomodamos en los mullidos asientos y nos dirigimos hacia Cabanes dejando el coche nuevamente bajo la higuera del Trinqueté. No fue hasta la mañana siguiente cuando Enrique se acordó de no haber cerrado el grifo del agua. Ya era demasiado tarde, el agua había entrado en el motor mezclándose con el aceite y el problema era inevitable.
Enrique le dio una y otra vez al contacto y a la manivela pero el coche no arrancó. Después de cien intentos y revisiones, el coche no arrancó jamás por lo que fue obligado avisar al Ros explicándole el problema (no las causas que lo provocaron) y, no habiendo solución, unos días después éste tuvo que ir con una enorme jaca torda que tenía y con unas cadenas llevárselo a rastras a un patio que tenía, donde se pudrió con los años.
La última que voy a contar fue con el Biscuter del mismo cliente anterior, el Ros de Martino. Parece ser que este hombre no escarmentaba. Habían operado de una fístula anal a Fransuà en Castellón y la pandilla decidió ir a visitarle. El único vehículo disponible era el Biscuter del Ros, pero no le funcionaba el alternador. Enrique cargó la batería a tope y después de cenar nos dirigimos a la Clínica particular donde el paciente se había operado, en la calle Cardenal Costa, muy cerca de la Estación.
El cochecito iba perfectamente pero, al no funcionar el alternador, solo en el viaje de bajada agotó la batería y apenas pudimos llegar, ya empujando, hasta uno de los talleres del paseo de Morella que todavía tenían abierto.
Lo dejamos allí cargando la batería y fuimos a efectuar la visita al amigo, que estaba con el culo hacia arriba y muy dolorido. Tras un par de horas de consuelo, ya de madrugada, nos despedimos del enfermo y fuimos hacia el taller. El dueño ya había cerrado pero, muy amable, por debajo de la puerta había pasado un cable y nuestra batería seguía cargándose. Nos felicitamos por ello y tras fumarnos un pitillo emprendimos la marcha hacia el pueblo a punto de dar la una de la madrugada.
Al Capone, Salvatore Maransano o Vito Genovesse tendrán que esperar; también Eliot Ness, líder de los agentes de Chicago denominados Los Intocables, policías que perseguían a los antedichos maleantes intentando acabar con sus negocios ilegales.
No, no, los "tiros" no van por ahí, lo mío es mucho más próximo y sencillo que todo eso.
Yo sitúo la acción en España, en la provincia de Castellón, en el pueblo de Cabanes y, en principio, en la partida de La Ribera de Cabanes, aunque con algunos "acompañantes" más. Corría el año 1965, quizás alguno más. La pandilla de "Fransuà" (Paco Julve), nombre que se le dio a este chico por haber nacido en Francia, había decidido comprar un viejo coche para sus correrías.
Se trataba de una pieza casi de museo, un modelo anterior a la guerra civil, pero que funcionaba perfectamente y que les ofertaron a muy buen precio: 5.000 pesetas (30 €). El problema es que todos eran menores (15/17 años) y nadie tenía Permiso de conducir, ni coraje para inscribirlo a su nombre, responsabilizándose de los problemas que pudiera acarrear su conducción.
Sin embargo, aunque ellos todavía no lo sabían, la solución se presentaría rápidamente. El padre de Fransuà era el propietario del Bar Julve, en el barrio de l'Empalme y aquel mismo día se dejó caer por allí uno de sus principales clientes. Hilario el de Frontonero, soltero de unos 50 años de edad y permanentemente borracho, en conversación con los jóvenes, se ofreció a que se inscribiera el vehículo a su nombre a cambio de unas rondas de vino.
Entonces las cosas no estaban como ahora y los chicos, en un acto de inconsciencia juvenil, hicieron la compra del coche y lo pusieron a nombre de este sujeto. En base a su antigüedad, al coche lo "bautizaron" con el nombre de Los Intocables y fue él quien dio nombre a la pandilla.
El llamado Fransuà (de 14 años y el más joven de la "banda") tenía abuelos en Cabanes y pasaba largas temporadas con ellos, hasta el punto de ir aquí a la escuela. Esas temporadas formaba parte de mi pandilla (Los chupetes). Su pandilla de la Ribera no subió jamás al pueblo, pero la nuestra si que bajó en varias ocasiones y llegamos a salir de marcha con ellos. Nosotros alquilábamos alguno de los dos taxis que funcionaban en Cabanes en aquella época: (José el Quinto, con un CITROEN del año 47 y Daniel el de Batalla, con un SEAT-1400) mientras ellos iban con su flamante coche de Los Intocables.
Eran desplazamientos cortos: unas cervezas en el Bar Caña, de la Torre la Sal, o alguna verbena en un pueblo vecino: Oropesa, Benicasim, Torreblanca o Alcocebre eran lo más habitual. En Alcocebre había un Bar con pista de baile en la misma playa y era cita obligada en el verano. De todas formas sea cual fuere el destino elegido, la vuelta siempre era con prisas y maldiciones de los propietarios de los bares y de alguna buena mujer puesto que teníamos la mala costumbre de llenar los vehículos de toda clase de cosas que no queríamos para nada: macetas, ceniceros, servilleteros, etc. Como en las películas de gánsters el coche arrancaba a la máxima velocidad y se perdía en la oscuridad con las carcajadas de sus ocupantes y las maldiciones de los afectados por las gamberradas.
Nuestra pandilla no tenía vehículo alguno, pero los teníamos todos. Aparte los aludidos taxis Enrique el de Sodilluns, aprendiz de mecánico en el taller de Adolfito frente al Bar Tony, abrió prontamente taller propio en los bajos de la casa de su abuela en el carrer Castelló y allí nos reuníamos la pandilla, estudiando la forma de tener disponible para el fin de semana alguno de los vehículos en reparación.
Por su amistad con el propietario, la Montesa-BRIO de Paco el Greixo siempre estaba disponible para Enrique y lo mismo la Montesa -110 de Tonico el de Canina para su sobrino Fransuà pero, si habíamos de ser más, no eran suficientes.
El "pato" lo pagaban el Gordini de Vicent el de Roc, el Gogomobil de Don Enrique el metge, el Biscuter del Ros de Martino y un largo etcétera que precisaban de vez en cuando de alguna reparación, cuya "complejidad" obligaba casi siempre a tener el vehículo en taller hasta el lunes siguiente.
En cierta ocasión, viernes por la tarde, a un tendero de San Mateo se le paró el Seat-600 a la entrada de pueblo y preguntando a un vecino, éste le dijo que había un taller a la vuelta de la esquina.
Se dirigió el tendero al taller de Enrique que lo dejó todo para atenderle.
El mecánico le dio al arranque sin resultado alguno y estando a punto de pasar el último coche de línea con dirección a San Mateo, el cliente comentó la posibilidad de marchar con el autobús y recoger el coche el lunes siguiente.
Enrique, que ya había visto que solo se trataba de apretar una de las bujías, aprobó la idea y el coche quedó aparcado frente al taller. Con aquel 600 el sábado marchamos a Vilafamés que había verbena y al siguiente día domingo la pandilla de Montsín, chicas con las que organizábamos algunos guateques, propuso alquilar el taxi de Daniel el de Batalla al tiempo que los chicos iríamos con el 600 del señor de San Mateo. Fuimos al Mas de Roures, en el Plà de l'Arc, donde hacían baile con un viejo tocadiscos. Después de divertirnos un buen rato, parece ser que alguien se pasó de la raya con los massovers que allí estaban y tras la acalorada discusión subimos a los coches y arrancamos, tirándonos ellos algunos terrones de tierra de un bancal recientemente arado. Aquello era una especie de huida deshonrosa y así lo comentamos chicas y chicos cuando paramos los coches a escasa distancia de la masía.
Enrique, que durante la reparación del 600 había visto que el maletero estaba repleto de huevos, dio orden de regresar.
No hizo falta pensar ni razonar y parando a escasos metros del Mas de Roures, donde los "enemigos" todavía permanecían en la calle riéndose de nuestra rápida retirada, abrimos el capó y empezamos a lanzarles huevos consiguiendo que, alguno de ellos ya manchado por los impactos, huyeran a través de los bancales o escondiéndose en la masía. El honor había quedado restablecido.
Exceptuando un par de chicos que tenían "rollete" con alguna de las chicas, el resto regresamos por Benlloch con tan mala fortuna que a la entrada de la población chocamos con un coche destrozando nuestro parachoques y el suyo. El otro conductor quiso solucionar el incidente por medio del seguro, pero Enrique no tenía carnet ni era propietario del vehículo por lo que, para empezar, se imponía hacerse cargo de los costes de reparación de la parte contraria.
Enderezamos un poco la chapa para poder continuar y regresamos a Cabanes, donde Enrique le contó a su abuela el accidente y ésta le proporcionó el dinero para evitar la denuncia del propietario cuyo coche había abollado. Pero quedaba una segunda parte por solucionar. El 600 también estaba con el parachoques roto y un poco abollado el capó... sin contar las 4/5 docenas de huevos que faltaban.
El lunes a las diez de la mañana, el tendero de San Mateo bajó del autobús para recoger su vehículo, pero para entonces Enrique ya tenía preparada su estratagema. La noche anterior había ido a la higuera del Trinqueté, bajo la cual estaba el 600 y abriendo el capó destrozó con un palo casi todos los huevos que quedaban en las hueveras, impregnándose el maletero de todo un engrudo de huevo y cáscaras rotas.
Apenas se asomó el tendero a la puerta del taller y sin darle tiempo a dar los buenos días, Enrique se abalanzó sobre él increpándolo:
- Asesino, criminal!
El hombre, espantado, no sabía como reaccionar.
- Però... què passe? -preguntó perplejo el tendero.
- Què passe?, casi em mate per culpa seva i encara em pregunte què passe? -respondió Enrique aparentemente acalorado.
- Jo no sé de que em parles -balbuceaba el tendero.
- Deixar-me un coche sense frenos, sense dirmeu, que no me he matat de milacre i encara em pregunte què passe pocavergonya? -remató Enrique.
- Jo dels frenos no li notà mai res -se defendía el de San Mateo.
- Ah no? Pues allà baix d'una figuera està tot esclafat i jo viu de miracle -dijo Enrique.
- Bueno, lo important és que tu no et feres res, el mal ja s'arreglarà -dijo el tendero intentando calmar los ánimos del acalorado mecánico.
Eran las palabras que Enrique esperaba oir. Poco a poco fue bajando el tono de sus reproches y fue contándole lo que se le ocurrió. El coche, aunque abollado, podía circular y solo faltaba saber si el cliente le encargaba a Enrique la reparación o si quería llevárselo y arreglarlo en otra parte. El de San Mateo optó por llevárselo y apañarse por su cuenta y a cambio Enrique le dijo que no le cobraría el material (una bujía) ni la mano de obra (un minuto).
Al marchar el tendero, Enrique exclamó aliviado:
- Hostia!. M'he escapat de sort... Més de dos mil duros de mal!
Seguramente al pobre vecino de San Mateo no se le habrá olvidado nunca que, con aquella avería, no solo se quedó sin coche, sino que perdió... ¡hasta los huevos!.
Otro día el Ros de Martino, ya propietario de un Biscuter, le llevó una nueva adquisición: una anticualla de 1.920 pero bastante bien conservado. El vehículo, mucho más antiguo que el que tenían nuestros amigos Los Intocables de la Ribera, funcionaba perfectamente pero tenía el inconveniente de que el depósito del agua del radiador iba parejo al del aceite, por lo que cada vez que se usaba debía abrirse un pequeño grifo que había bajo el radiador y cerrase tras su uso. Al parecer el coche tenía un pequeño problema eléctrico que Enrique arregló rápidamente pero, siguiendo la costumbre, le dijo al cliente que faltaba una pieza que no llegaría hasta el lunes y el coche del Ros quedó en depósito bajo la higuera de Paco el Trinqueté y el cliente marchó hacia su casa agradeciendo el detalle de protegerlo de los rayos del sol.
El sábado por la noche, tras tomarnos unas cervezas en el Bar Tony (Enrique, como siempre, con berberechos) bajamos por el carrer Castelló y girando por la esquina de la antigua ferrería de Manuel el de Pipa nos encaminamos a la higuera de El Trinqueté donde nos esperaba la flamante antigualla.
Enrique abrió el pequeño grifo del agua y le dio al contacto, Paquito el de Basilia hizo girar con fuerza la manivela y el motor arrancó con alegre sonido. Con sonrisas de oreja a oreja nos instalamos todos en el interior y arrancamos en dirección a Benlloch. El coche iba como un reloj y al poco rato paramos en el Bar de Perito a tomar la primera ronda. Era la fiesta de los quintos y había una verbena que nos mantuvo ocupados hasta altas horas de la madrugada. Finalizada ésta y ya sin más interés decidimos regresar, por lo que nos acomodamos en los mullidos asientos y nos dirigimos hacia Cabanes dejando el coche nuevamente bajo la higuera del Trinqueté. No fue hasta la mañana siguiente cuando Enrique se acordó de no haber cerrado el grifo del agua. Ya era demasiado tarde, el agua había entrado en el motor mezclándose con el aceite y el problema era inevitable.
Enrique le dio una y otra vez al contacto y a la manivela pero el coche no arrancó. Después de cien intentos y revisiones, el coche no arrancó jamás por lo que fue obligado avisar al Ros explicándole el problema (no las causas que lo provocaron) y, no habiendo solución, unos días después éste tuvo que ir con una enorme jaca torda que tenía y con unas cadenas llevárselo a rastras a un patio que tenía, donde se pudrió con los años.
La última que voy a contar fue con el Biscuter del mismo cliente anterior, el Ros de Martino. Parece ser que este hombre no escarmentaba. Habían operado de una fístula anal a Fransuà en Castellón y la pandilla decidió ir a visitarle. El único vehículo disponible era el Biscuter del Ros, pero no le funcionaba el alternador. Enrique cargó la batería a tope y después de cenar nos dirigimos a la Clínica particular donde el paciente se había operado, en la calle Cardenal Costa, muy cerca de la Estación.
El cochecito iba perfectamente pero, al no funcionar el alternador, solo en el viaje de bajada agotó la batería y apenas pudimos llegar, ya empujando, hasta uno de los talleres del paseo de Morella que todavía tenían abierto.
Lo dejamos allí cargando la batería y fuimos a efectuar la visita al amigo, que estaba con el culo hacia arriba y muy dolorido. Tras un par de horas de consuelo, ya de madrugada, nos despedimos del enfermo y fuimos hacia el taller. El dueño ya había cerrado pero, muy amable, por debajo de la puerta había pasado un cable y nuestra batería seguía cargándose. Nos felicitamos por ello y tras fumarnos un pitillo emprendimos la marcha hacia el pueblo a punto de dar la una de la madrugada.
- Amb el rato que ha estat conectada no és prou -dijo Enrique, conocedor del asunto.
- Tindrem que fer el viatge a fosques o no arribarem -remachó.
Profanos en la materia, aprobamos su propuesta y el Biscuter se encaminó hacia Cabanes con todas las luces apagadas, aunque acompañados de una luna nueva espectacular.
Entonces había pocos coches y solo dos o tres vehículos encontramos en el camino de regreso, cruzándonos o adelantándonos y lógicamente todos nos pitaron sorprendidos e indignados, pero nosotros ni caso. La idea de Enrique había sido "buena" y gracias al método empleado pudimos llegar hasta la misma plaza del Generalísimo en Cabanes, aunque ya empujando en el carrer de Castelló todos los pasajeros. Una vez más resulta obligado repetir que el hambre (en esta ocasión la falta de medios) aguza el ingenio.
RAFAEL FABREGAT
- Tindrem que fer el viatge a fosques o no arribarem -remachó.
Profanos en la materia, aprobamos su propuesta y el Biscuter se encaminó hacia Cabanes con todas las luces apagadas, aunque acompañados de una luna nueva espectacular.
Entonces había pocos coches y solo dos o tres vehículos encontramos en el camino de regreso, cruzándonos o adelantándonos y lógicamente todos nos pitaron sorprendidos e indignados, pero nosotros ni caso. La idea de Enrique había sido "buena" y gracias al método empleado pudimos llegar hasta la misma plaza del Generalísimo en Cabanes, aunque ya empujando en el carrer de Castelló todos los pasajeros. Una vez más resulta obligado repetir que el hambre (en esta ocasión la falta de medios) aguza el ingenio.
RAFAEL FABREGAT