Mucho se ha hablado estos días, primeros de año del 2.010, de la gran nevada de 1.954. Ante las numerosas e importantes nevadas acaecidas estas últimas fechas por toda España, los mayores cuentan con vehemencia y nostalgia que parece que hayamos vuelto a los inviernos de antaño y más concretamente a las nevadas del "año 54".
Nada más lejos de la realidad puesto que apenas han cuajado unos 5 cm. de nieve en nuestro pueblo. Sí es cierto que por las regiones del norte y centro peninsular han habido varias y fuertes nevadas, pero es muy poco frecuente que sean importantes en nuestra zona. Tan poco que solo sucede una vez cada cien años o más. En 1.954 quien escribe solo tenía 5 años pero, por algún extraño motivo, lo recuerda como si fuera ayer mismo. Mientras todos los niños de mi edad iban a la clase de Doña Teresa (la dels cagonets) yo estaba en la de Don Julio (primer ciclo de Primaria). No es que un servidor fuera más inteligente que los demás o que tuviera algún "padrino" dentro del colegio.
La razón es que mi madrastra, al igual que ya hiciera con ella su padre, se empecinó en que entrara en el colegio ya sabiendo leer y escribir, así como (al menos) sumar. No es fácil conseguir esto de un niño de 4 años pero, si uno pone interés... ¡Y ella lo puso y yo (a la fuerza) también!.
Mi madrastra, a la que me enseñaron a llamar "tía" y a la que con esta expresión me referiré en adelante, siempre había oído hablar mal de las madrastras y no quería que tales comentarios pudieran decirse de su persona. Tal como ella quería, entré en la escuela primaria sabiendo leer y escribir y, aunque el primer año lo pasé en la clase de párvulos, al siguiente ya me pasaron a la del primer ciclo normal. Aquello era "otro mundo". Pocas tonterías y muchos castigos si no ponías interés.
- Dos por una dos, dos por dos son cuatro, dos por tres son seis, dos por cuatro ocho...
Y cuando alguien tiene una pequeña base el estudio, para muchos difícil y tedioso, se convierte en una fiesta y más cuando el maestro te engrandece poniéndote como ejemplo a seguir.
- Nueve por una nueve, nueve por dos dieciocho, nueve por tres veintisiete...
Y llegó la nieve... Más de medio metro. Una nevada nocturna que nadie esperaba. Entonces no había todavía televisión y tampoco radio en mi casa, aunque tampoco sé si lo de los "partes" meteorológicos ya se estilaba por aquellas fechas, aunque supongo que sí. Mis padres se levantaron, como cada día, hacia las siete de la mañana. A mí me llamaban hacia las 8,30 h. puesto que, aunque el colegio abría sus puertas a las nueve, la entrada a clase no se hacía hasta las nueve y media. No sé que pasaría en la casa de los demás, pero en la nuestra no había costumbre de desayunar, por lo que lavarse la cara y "hacer alguna cosa más" requería poco tiempo. Mi tía me ponía un trozo de pan y dos "cuadritos" de chocolate o un trozo de "codonyat" en la cartera (de cartón), el tazón de aluminio colgado con un pequeño cordel y a la escuela.
Allí, unas veces antes de la clase y otras un ratito después, nos ponían en fila aula por aula y nos daban un tazón de leche en polvo, que los americanos amablemente "regalaban" al pueblo español para paliar la mucha hambre acumulada por la postguerra y con la "única" contrapartida de instalar sus Bases Militares en nuestro país.
Forjado en caballería militar obligatoria, mi padre era siempre el primero en levantarse con el empeño de fumarse el primer cigarrillo del día en el dintel de la puerta de la calle, esperando que otros como él se asomaran también entablando la primera tertulia. El tiempo, el gobierno, etc.
Saltaba de la cama (en invierno con camiseta y calzoncillos largos de felpa) y sin vestirse, cogía el orinal que tenía bajo la cama. Situada su habitación junto al terrado, sobre un pequeño patio por el que correteaban cuatro gallinas, abría la pequeña puerta y saliendo al mismo, vaciaba el contenido del orinal tirándolo por la baranda de obra al patio inferior. Las gallinas huían despavoridas esquivando el tibio elemento. Pero aquel día...
- ¡Pilar!, ¡Pilar!, corre... -gritaba mi padre.
Como cada día, había abierto la puerta del terrado... ¡pero no podía salir!
La cotidiana labor de vaciado del susodicho recipiente tenía que esperar. Como he dicho antes, entonces no había servicios de meterología ni medios de comunicación que avisaran de lo que podía acontecer... y la sorpresa, estaba servida. Mi padre, de pie frente a la pequeña puerta, en "paños menores" y con el orinal en la mano, no daba crédito a lo que sus ojos veían. Abierta la pequeña puerta que daba al terrado, apenas quedaban libres 50 cm. de los casi dos metros de altura que la puerta tenía. No es que la nevada fuera de esa magnitud (unos 50 cm.) pero la ventisca había empujado la nieve hacia la puerta que miraba al sur, cubriéndola casi.
- ¡Crida al xic!... ¡que vinga a veure-ho! -chillaba mi padre, como si el niño fuera él.
Con unos golpes de azada en la parte más alta y de menos grosor de nieve, pudo acceder al terrado aunque saltando todavía más de un metro de altura de nieve. Por fin el extraordinario fenómeno meteorológico, muy raro en estas latitudes, pudo ser contemplado en todo su esplendor.
Como he apuntado antes, la nevada era de unos 50 cm., algo pocas veces visto en nuestro pueblo situado a 12 Km. de la costa y a menos de 300 m. de altura. Nadie, que yo recuerde, había visto jamás algo semejante, ni lo ha vuelto a ver hasta el presente. Cada cinco o diez años pueden blanquearse un poco los tejados (5 cm.) pero no más. Aquello era una cosa desconocida y había que tomar las medidas pertinentes.
Los vecinos, todos alborotados y al unísono, sacaron herramientas de todo tipo y se pusieron a abrir "caminos" en el centro de todas las calles de la localidad y de dicho centro hasta sus puertas por lo que en menos de una hora las "comunicaciones" quedaron restablecidas. Se podía ir a buscar el pan o realizar cualquier avituallamiento en la tienda de "ultramarinos", que era lo más importante.
- Avuí el xic no cal que vage a l'escola -le dijo mi padre a su mujer.
- Jo vull anar! jo vull anar! -pataleaba yo horrorizado al ver que podía perderme la oportunidad de disfrutar del inesperado acontecimiento.
- Però, ¡no veus que quasi no és pot ni caminar per el carrer! -decía mi tía preocupada por la irresponsabilidad que suponía mandar a un niño de 5 años a la escuela con tal nevada.
- És igual tía... ¡jo vull anar a l'escola! -gritaba yo.
- Pero tu escoltes açò Herminio -le decía ella orgullosa a mi padre.
- Tu saps... en el fret que fa i encara vol anar-se'n a l'escola. ¡I què sabut és...! i quant li agrade anar a l'escola! -recalcaba mi tía con satisfacción.
Yo, con tan solo cinco años, estaba perplejo escuchándola. ¿Como era posible que una persona mayor (42 años), inteligente como ella era, se dejara engañar por un niño de tan corta edad?
- Pues que fage el que vullgue... ¡que vage! -dijo mi padre.
- Però... ¡és que en este fret! -se quejaba mi tía.
- Pues que no vage... -decía mi padre condescendiente.
- Home, tampoc és això!... és que el xiquet vol anar...! -respondía mi tía.
- Pues que vage, collons! -dijo mi padre ya un poco nervioso por tanta contradicción.
- Gràcies pare... -contesté antes de que cambiara de parecer.
Mi tía, considerando que solo me movía el afán de aumentar mis conocimientos, estaba orgullosa viendo al retoño de cinco años marchar hacia la escuela, en condiciones tan adversas pero bien arropado y con la cara tapada con una bufanda raída por la polilla.
No estaba equivocado. A la escuela niños fueron pocos pero nos lo pasamos muy bien jugando con la nieve y haciendo bolas de nieve hasta la extenuación. En mi clase éramos tres niños pero había otros mayores.
El maestro nos mandó al "cuarto de la leña" y encendimos la estufa. Como es natural, con tan pocos niños no hubo clase ni rezos de ningún tipo. Los maestros también estaban afectados por la nevada y reunidos en una de las aulas fumaban, charlando sobre el temporal y otros asuntos pero desentendiéndose por completo de la docena de niños que habían acudido aquel día.
Sin vigilancia alguna, rápidamente salimos todos al patio y empezamos a tirarnos puñados de nieve unos a otros hasta que, ya cansados de ese juego, entre todos empezamos a construir un gigantesco muñeco de nieve. Nadie nos había enseñado ni vimos hacerlo antes, pero hay cosas que no necesitan enseñanza... Juntamos un montón de nieve y tras apretarla a modo de balón, empezamos a empujarla rodando entre todos.
Aquello se hizo grande en poco tiempo y no pudimos continuar. Una enorme bola quedaba situada en el patio y solo restó situar otra más pequeña encima, a modo de cabeza. El resto fué coser y cantar.
Después de aquella, otra y otra... y otra más.
Las manos escocían por el prolongado contacto con la nieve y mucho más si intentabas calentártelas en la estufa. Un fenómeno extraño para nosotros.
Los maestros cumplieron el horario y a la una nos mandaron a casa diciéndonos que por la tarde no volviéramos a la escuela. Al parecer ante la ausencia de niños y el frío reinante habían acordado cerrar para lo que restaba de día.
A mi llegada a casa, en principio no sabía qué decir ante las preguntas de mi tía, pero quedó explicado rápidamente y sin mentir...
- Tía... Han anat poquets xiquets i casi no hem fet res -le dije, aparentando disgusto.
- Pues si que ha valgut la pena passar fret -respondió mi tía enfadada (con los maestros).
Más de una semana duró la nieve, a pesar de que el buen tiempo volvió rápidamente.
Al día siguiente las clases llenas y todo normalidad, aunque todavía con mucha nieve en las calles y en el patio del colegio, para regocijo de todos.
Aquí finalizan mis recuerdos sobre "La gran nevada del 54".
No es poco para un niño de solo 5 años...
RAFAEL FABREGAT
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