Cuenta la tradición que los hechos se produjeron el año 1807, en uno de los momentos más brillantes de su carrera militar y política...
Su derrota definitiva tardaría en llegar, pues se produjo en 1815 y en la Batalla de Waterloo pero la de 1807 fue quizás mucho más humillante.
Hacía pocos días que el famoso general francés había derrotado a rusos, austriacos y prusianos, firmándose la paz mediante el Tratado de Tilsit.
Con menos de 40 años de edad estaba pues en el apogeo de su carrera y aunque su figura no era demasiado respetada, si que era temida, hasta el punto de que en Inglaterra, cuando se quería asustar a los niños pequeños, se les decía que llamarían a Napoleón... Un elemento que causaba estragos por donde pasaba.
Para celebrar su éxito y firma del citado Tratado de Tilsit, el flamante emperador celebró una gran fiesta a la que invitó a todos los mandos militares.
El almuerzo debía celebrarse al aire libre y base principal del mismo sería carne de conejo que él y sus invitados cazarían previamente.
Para tal celebración su Jefe de Personal había reunido un total de más de 3.000 conejos colocados en jaulas a lo largo del inmenso jardín donde tenía que celebrarse el banquete.
Sin embargo nada salió como estaba previsto...
Tras los saludos y brindis entre jefes y veteranos por la victoria conseguida, estaba previsto que fueran abiertas las jaulas y que todos los invitados debidamente pertrechados cazaran a unos cientos de conejos para que los cocineros procedieran a su guiso con el que agasajar a los comensales.
Todo el mundo estaba preparado. Sonaron los tambores y fueron abiertas las jaulas, pero los valientes veteranos habían bebido considerablemente y estaban más preparados para las risas que para la caza. Curiosamente los conejos no intentaron huir hacía la maleza como estaba previsto. En lugar de eso corrieron hacia los cazadores y sin que nadie diera orden de fuego los oficiales empezaron a disparar a discreción. Aunque causaron muchas bajas al ejército enemigo, el grueso de los roedores se dirigió hacia la zona en la que Napoleón reía complacido, mordisqueando sus botas y trepando por las piernas de Napoleón y de sus comandantes en jefe, consiguiendo derribar a alguno de ellos. Se apagaron las risas iniciales y muchos entraron en pánico. Aquellos veteranos que habían sobrevivido a las guerrillas españoles, a los dragones rusos y a la artillería prusiana, estaban rodeados por un ejército contra el que no sabían cómo combatir.
RAFAEL FABREGAT
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