5 de febrero de 2011

0262- SEMANA SANTA EN EL FRANQUISMO.

A partir de 1.936, todas las fiestas giraban alrededor de la Religión y de la Patria. Símbolo de la clase baja, el Carnaval fue suprimido tajantemente. La exaltación de la Nueva España era lo primero y con ella cobraron máximo esplendor las fechas conmemorativas de la derrota de los enemigos. Patria y Religión caminaban de la mano. La Iglesia bendecía a los vencedores con sus misas de campaña, al tiempo que los actos religiosos se engalanaban con banderas e himnos patrios. La Fiesta era el momento propicio para que el franquismo proyectara sus valores. 
Las fiestas tradicionales fueron politizadas con la clara intención de aprovechar esos momentos de ocio de la población, para garantizar la unidad de la Patria y legitimar al régimen. Sin embargo no siempre lo consiguieron y la Fiesta fue mayormente la válvula de escape que el pueblo necesitaba. 
Al menos en los pequeños pueblos, mercados y tabernas constituían el espacio social por excelencia, aunque las fiestas de mayor entidad y especialmente las patronales eran también muy propicias para ello. No obstante, la cantidad de asistentes a un acto indicaba claramente cuales eran los gustos de la población.
Aparte las Patronales, Navidad y Semana Santa han sido siempre las celebraciones más importantes, aunque serán estas últimas de las que escriba en el día de hoy.
Claro que Cabanes, un pequeño pueblo de la provincia de Castellón (España) nada tiene que ver con Sevilla. Tampoco su fe era la misma. 

En la misa mayor de los domingos, la iglesia se llenaba y largas eran también las diferentes procesiones que se llevaban a cabo a lo largo del año, pero no siempre era por fe. Sirva como ejemplo que en la escuela, donde existía un escalafón según conocimientos y aptitudes, independientemente del puesto que ocuparas el lunes pasabas a ser el último de la clase si el domingo habías fallado a la misa. Con eso está dicho todo. Naturalmente los mayores no iban a la escuela, pero el hecho de ir a misa y aparentar una fe que la mayor parte no tenían, les podía garantizar el trabajo y hasta el arroz y las judías del racionamiento. Poco a poco las cosas se suavizaron, pero no desaparecieron. La llegada de la Semana Santa significaba la obligada confesión de los pecados y la consiguiente eucaristía. Para controlar que al menos en los jóvenes la "salvación" se llevara a cabo, las seis clases de las que se componía la escuela de enseñanza primaria de Cabanes, en una larga fila de casi 300 niños, eran llevados a la iglesia para la obligada confesión. 

Unos días antes, habían llegado dos o tres curas de apoyo al párroco local, para ésta y otras actividades.
Por la tarde todos los curas, previamente a los Sagrados Oficios y a los largos sermones de exaltación a la fe y al miedo a la llamas del infierno, daban servicio de confesionario. La iglesia, a reventar, escuchaba amedrantada el castigo divino y el terrenal que supondría no atender los requerimientos de la Iglesia. Hasta cuatro y cinco curas llevaban a cabo estas celebraciones y no menos de dos sermones, de diferentes oficiantes y a cual más exaltado, había que escuchar. La escasa luz de la iglesia invitaba a la reflexión, mientras los amenazantes sermones propiciaban el miedo al más allá. Todo en estos actos era diferente, ceremonioso y exaltador de unas creencias basadas en el miedo, no siempre al más allá.
Los carpinteros de la población eran conminados por las autoridades a regalar una pequeña maza de madera a todos los niños que se la requiriesen, maza con la que se golpeaban los bancos de la iglesia en el momento de la muerte de Jesús.
En fechas especiales, amén de los habituales toques de campana, en nuestro pueblo era costumbre llamar a los fieles con el toque de una campanilla que los monaguillos hacían sonar por las principales calles de la población. Esta campanilla, en Semana Santa y para llamada a los Oficios de la tarde, se sustituía por "la matraca", artilugio de madera de seco ruido que los monaguillos hacían sonar por todo el pueblo. 

Las autoridades civiles y religiosas, intentando la máxima repercusión, autorizaban a monaguillos y chiquillería acompañante a dar un golpe de maza en las puertas que vieran cerradas, lo que se hacía al grito de "porta tancà, bona massà".
Veinte años después, ya con "los 60", las presiones de la Iglesia (y de la Guardia Civil) habían bajado sustancialmente, pero no desaparecido. Con apenas 20 años de dictadura, durante toda la Semana Santa los aparatos de radio solo emitían música clásica. La televisión emitía dibujos animados, documentales, procesiones y alguna película sobre la pasión de Cristo, todo en blanco y negro. A finales de la década ya había prácticamente normalidad durante la primera parte de la semana y la presión ya solo se limitaba al jueves, viernes y sábado santos. Durante esos días, especialmente por la tarde, los bares permanecían cerrados aunque el acceso estaba permitido. Quiero decir que la puerta permanecía cerrada, pero el bar estaba repleto de clientes. Una contradicción que reflejaba la permisibilidad de unas autoridades que no acababan de tener clara la conveniencia de tanta opresión. 


Si algo tiene de bueno el paso del tiempo es que los mayores se van y con ellos las envidias y los odios. Claro que la maldición sigue con nosotros y aunque nuevas generaciones se incorporen, nuevas rencillas ocupan a las anteriores. Es mundo de penas, de lucha permanente por conseguir metas lejanas, que demasiadas veces nos arruinan lo que podría ser una vida plácida y feliz. Pero sigamos con la Semana Santa...
Jueves Santo por la tarde, muerte de Jesús. En el toque de Pasión, último que se hacía desde el campanario, la tradición era recolectar matas de "manrubio" una planta que, arrancada durante el toque de la muerte de Jesucristo, veía aumentadas sus propiedades naturales hasta ser el más seguro protector contra las brujas. Una ramita de manrubio y una hojita de palma del Domingo de Ramos, detrás de puertas y ventanas que dieran a la calle, era ya el no va más; una garantía de protección total contra el Demonio y los malos espíritus. ¡Cuanta ignorancia, Señor!. Bares y tabernas no servían bebidas de alta graduación y, aunque siempre preparados para ganar un dinero extra con la merienda de algún grupo de jóvenes (o viejos), durante esos días se retiraba de sus mostradores toda aquella comida elaborada a base de productos cárnicos. 

En fechas de escasez y pocos medios, la sepia era un artículo de lujo y mucho más cualquier tipo de mariscos. Asustados los dueños de los bares por la autoridad, solo productos del mar y tortillas podían servirse y como únicas bebidas alcohólicas, la cerveza y el vino.
El bacalao en salazón y la sardina frita o asada, eran productos estrella por su precio asequible.
Hacia el final de la tarde, ya cansados de estar en el bar, ante la escasa posibilidad de diversión puesto que también el cine estaba cerrado, nuestra pandilla de chicos tenía por costumbre comprar una garrafa de vino y una buena cantidad de cacahuetes y altramuces. Con todo este arsenal nos íbamos al taller de mi padre y montábamos una gran mesa a la que se adherían los componentes de otras pandillas locales. Cada uno aportaba lo que podía, que era más bien poco y allí estábamos comiendo y bebiendo hasta la madrugada. Como ya he contado en otras ocasiones, vino y juventud nos hacía irreverentes y la cosa solía acabar subiéndose algunos al tejado del citado taller para predicar, arrancando las risas de toda la concurrencia, que abajo en plena calle aplaudía al orador brindando una vez más con el potente vino de "Señorito".

A lo que en ningún modo se podía fallar era a la Procesión del Entierro, que solía hacerse en la noche del Viernes Santo. La asistencia de fieles (o infieles) era impresionante. Tanto es así que cuando los monaguillos, que encabezaban la procesión con la cruz cubierta por la obligada tela de color violeta, llegaba a mitad del recorrido de unos 500 metros, buena parte de las mujeres que cerraban la comitiva tras la Virgen de los Dolores, todavía no habían acabado de salir de la iglesia. La procesión estaba formada por edades de menor a mayor y siempre los hombres primero y las mujeres después. En el primer cuerpo de la procesión iban todos los niños y tras ellos los adolescentes. En este primer grupo y por el centro de la calle solían ir dos o tres nazarenos (en Cabanes siempre vestidos de negro) con sendos capirotes del mismo color y cara tapada que, armados con sendos garrotes de dos metros de altura, daban empaque al cortejo y controlaban, con algún toque a las desnudas piernas de la chiquillería, para que todos fueran callados y en perfecto orden. Indefectiblemente, uno de ellos era siempre "Ernestín el de Cona". 

Detrás de la urna que contenía la imagen de Jesús, el párroco local y otros dos sacerdotes de la localidad, así como las autoridades civiles y militares. Después diferentes Cofradías y tras ellas la Virgen de los Dolores, varías penitentes, de riguroso luto y cubiertas en su totalidad, daban cumplimiento a alguna promesa.
Cerraban la procesión las mujeres y la Banda Municipal con las marchas de Nuestro Padre Jesús, de Emilio Cebrián (1935); Cristo Yacente, de Julio Hernández (1926) y La Santa Agonía, de José González (1946). A medida que la procesión llegaba nuevamente a la iglesia parroquial y no queriendo entrar nuevamente en la misma, la mayor parte de los hombres solían apartarse a la izquierda de la plaza, esperando la llegada de la procesión y especialmente los Pasos a los que se saludaba con una genuflexión o reverencia. El solemne Entierro había finalizado y tan solo un breve requiem era lo que cerraba el acto en el interior de la iglesia, tras la cual los fieles marcharían a sus hogares. El párroco despedía a los fieles, normalmente solo mujeres y éstas se reunían con maridos e hijos a la salida de la iglesia, con la satisfacción del deber cumplido. Sin embargo, poco más de las diez, para los adolescentes la noche todavía era joven. Con todos los bares cerrados y sin una peseta en el bolsillo, el taller de Rafael era la única opción posible y allá nos encaminábamos buena parte de la juventud local. Unas viejas puertas que hacían las veces de mesa y tablones sobre cajas de madera improvisaban asiento para todos. Salían las garrafas de vino y los cacahuetes y altramuces anteriormente preparados y la fiesta continuaba.

Todo fue normalizándose con los años. Volvió la música a las emisoras y los bares quedaron abiertos durante las procesiones y después de ellas. Las restricciones de horario de cierre de los bares se suavizaron y con ellas, la libertad para que cada cual, a su conciencia, pidiera carne o pescado como tapa de acompañamiento a cualquier bebida. Como tantas veces suelo decir, nada es para siempre y con la reducción de las presiones descendió el éxito de asistencia a estos actos. Hoy, ya en el siglo XXI, cuatro gatos mal contados asisten a esta procesión y a cualquier otra, hasta tal punto que se hace difícil en alguna ocasión sacar las andas a la calle. En cuanto a las misas, se mantiene con éxito medio la de los sábados por la tarde, por ser casi siempre de difuntos, pero en la misa mayor de los domingos... una docena de viejas y poco más. Está demostrado que solo la represión y la miseria atraen a los fieles. La asistencia a los actos religiosos es proporcional al estado de libertades y bienestar de un país. A medida que el bienestar se aposenta en nuestras vidas, pierde protagonismo la religión y lo gana el ocio. De todas formas, los representantes de esa religión, también hacen bien poco por mantener la devoción de los fieles y se apuntan como ellos al ocio y a la diversión, más que a la penitencia. Con tales espejos, resultaría bastante extraño que los fieles dejaran de ir a la playa por asistir a la misa dominical, cuando también ellos tienen el coche esperando a la puerta. Aquellos curas que solo vivían por y para la parroquia, de espaldas a la diversión terrenal, hace mucho tiempo que desaparecieron. Extraño resulta que todavía haya gente que escuche su palabra, estando tan claro que ni siquiera ellos creen en la misma.

RAFAEL FABREGAT

2 comentarios:

  1. ¿cuatro gatos en las procesiones? :-)))))

    Pasea por Málaga o Sevilla y deja de soñar, que se te ve el plumero.

    ¡Cuatro gatos! :-)))))))))))))))))))))))))

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    1. Perdona amigo pero te sugiero que, antes de escribir un comentario, te fijes bien en lo que lees. Yo hablo de mi pueblo, no de Andalucía donde se llora si llueve. Yo, cuando quiero ver a la Macarena voy a su iglesia, en el número 1 de la calle Bécquer de Sevilla, no es menester que ella salga a la calle. En mi pueblo lo que yo te diga. ¡Cuatro gatos!. Hasta el punto de que, algún año, el Santo Sepulcro ha tenido que quedarse en la iglesia por falta de costaleros que lo llevaran. En cuanto al plumero... ¡Tu debes ser de los que lloran!. :-(

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