9 de diciembre de 2016

2286- FELICIANO TRESPATAS.

Ya de muy joven Feliciano Trespatas Fernández había sufrido un accidente de carretera de cierta consideración. Había perdido dos dedos de la mano, pero poco era eso para la dureza del choque que había tenido contra el camión de la basura. La cuestión es que, a consecuencia de aquella desgraciada amputación de dedos, ya casi nadie le llamaba por su nombre de pila sino que, directamente y sin que ello le molestase al interesado, todos le llamaban "el Mocho". A él no le afectó lo más mínimo pues, a pesar de faltarle algunos dedos y no ser excesivamente bien parecido, le sobraba de todo lo demás y por consiguiente tenía asegurado el éxito con las mujeres. No es que se tratara de modelos, ni de quinceañeras exuberantes, pero al hombre no le faltaban viudas, ni separadas y hasta alguna casada con ganas de marcha se rendía a los encantos de "el Mocho".

En todas ellas el Mocho ejercía especiales dotes amatorias que las tenía encantadas. El Mocho era maestro eminente en los preliminares, siempre tan apreciados por las mujeres, de tal suerte que cuando cualquier otro hubiera ya terminado y estuviera fumándose el segundo pitillo, él todavía estaba acariciando el pié izquierdo de la partener. Sus excitantes técnicas amatorias eran de tal intensidad que, a su lado, el italiano Cassanova parecería un monaguillo en la procesión del Viernes Santo. Ante tales "virtudes" no es pues de extrañar que una tal Leocadia, rondando los 50 años pero todavía de buen ver, cayese en sus redes. La decente señora estaba casada con un viajante de comercio por lo que, con ideas claramente eróticas que su marido no satisfacía, pasó lo que pasó.

Aunque bastante fortachón, el viajante era poco imaginativo y siempre de viaje, llegaba a la casa agotado y de mal humor, con pocas ganas de satisfacer los muchos anhelos eróticos de su mujer. 
Como no podía ser de otro modo la 'decente' señora cayó pues en los brazos del lascivo 'Mocho' que ya la tenía en su punto de mira desde hacía bastante tiempo. Ausente el marido y ganosa en extremo Leocadia, ésta acabó cerrando los ojos compungida, dando rienda suelta a aquel ilusionante bacanal que disimulaba bajo la mansa apariencia de mujer recatada y sumisa. La lubricada Doña Leocadia recibía al mancebo en su propia casa, pues los dos tenían claro que pagar un hotel era un gasto excesivo que no tenía razón de ser estando, como estamos todos, inmersos en esta crisis galopante. 

Pero claro, tantas veces iba el cántaro a la fuente que un día, estando en plena y regocigada faena amatoria, llegó inesperadamente el vendedor de uno de sus viajes comerciales.
Doña Leocadia oyó la puerta de la calle y unos pasos que se acercaban a la habitación.
- ¡Mi esposo! -gritó presa de pánico- ¡Estoy perdida!.
- Saldré por la puerta de atrás -le dijo el Mocho, pálido cual cirio pascual.
- No hay puerta de atrás -le dijo ella.
- ¿Qué quieres que haga pues? -preguntó el Mocho con voz temblorosa y agitada.
- No hay tiempo para nada. Escóndete bajo la cama y no salgas hasta que yo te lo diga -respondió la pérfida señora. Doña Leocadia corrió hacia el buró y cogiendo un libro que allí había se sentó en la banqueta, al tiempo que su esposo ya entraba en la habitación. El libro era justamente La Biblia y, como es natural, el marido se sorprendió al ver a su mujer leyendo las Sangradas Escrituras en pelota picada.

- ¿Cómo es eso qué lees La Biblia desnuda? -le dijo el marido- Deberías al menos ponerte un chal como signo de respeto y devoción.
Tragando saliva y aparentando una calma que no sentía, respondió la mujer:
- Leo desnuda para que las vestimentas mundanas no aparten mi devoción y pensando que todo es vanidad, pues desnuda nací, desnuda me hallo y así habré de morir.
El marido quedó impresionado y si había algún recelo, quedó satisfecho.
- ¿Y qué lees? -preguntó amablemente el marido.
- Mira -dijo Doña Leocadia, mostrándole a su esposo el libro abierto- ¡Salmo ocho!.
Al oir estas palabras el Mocho salió desnudo de debajo de la cama preguntando...
- ¿Ya se fue el cornudo?.
- ¡Mentecato! -gritó Doña Leocadia- He dicho "Salmo ocho", no "sal Mocho".
No sabemos cómo acabaría aquello. Posiblemente el viajante fortachón le retorció el cuello al Mocho, puesto que nadie más volvió a verle por el pueblo. No se sabe, la policía no llevó a cabo ninguna investigación al respecto...

RAFAEL FABREGAT

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