23 de agosto de 2015

1861- LOS CUÑADOS.

Nunca hubo dos hermanas iguales y menos aún lo fueron sus maridos pero esta pasada noche del sábado 23 de Agosto, tal como solemos hacer al menos un par de veces en estos días vacacionales todos los años, salimos juntos los cuatro a cenar. Última semana de vacaciones puesto que empieza la temporada de setas y a esa cita no podemos faltar. El lugar, sobre el papel, parecía bien escogido. Se trataba del Rte. La Bellota, propiedad de un primo apartado de nuestras mujeres y de nuestra misma localidad, que nos obsequió con una ración de jamón de bellota. Supongo que suele tener ese detalle con todos los paisanos que van a comer a su restaurante, situado en la famosa urbanización de Marina d'Or, lo cual no merma nuestro agradecimiento por su atención. El ambiente era acogedor en principio, pero no hasta el final. 


Bastante clientela, charlas comedidas y amenas al parecer, con sonrisas de oreja a oreja de todos los comensales en medio del éxtasis vacacional. La comida excepcional. Al plato de jamón de bellota recién cortado se le sumó otro de queso curado, también exquisito y otro de almejas de Carril con una salsita que invitaba a mojar pan. Cada cual pidió su plato principal, la mayoría de estupendas carnes de lechal a la brasa, todo ello servido sobre calientaplatos de triple vela que impide que la comida se enfríe. Todo un detalle poco visto en estas latitudes. En cuanto a la bebida, optamos por pedir un rosado de lágrima de la DO Navarra del que escanciamos dos botellas sin enterarnos y eso que las mujeres también tomaron agua.


Los postres, todos caseros, resultaron ser también excelentes como así lo fueron los estupendos "carajillos" que siguieron a continuación. Solo un pero, que he dejado entrever al final del primer párrafo, pero de eso no tiene la culpa el dueño del restaurante (o sí) y es que allí cada cual hace lo que le viene en gana. No es un restaurante al uso, en el que cada cual se comporta con moderación intentando no molestar nunca al vecino. No, no es así. En el Restaurante la Bellota uno puede traerse la trompeta, si la tiene, o incluso la batería de Los Bravos, o el valenciano "tabalet y la dulzaina" en el que extasiar a todos los comensales con el típico "taritaitá". Nadie te dirá nada porque el dueño entiende que todo eso le da ambiente gratuíto al establecimiento.


Justo en la mesa al lado de la nuestra, había un grupo de veraneantes madrileños con sus hijos. Gente corriente, como nosotros, pero ellos tenían ese aire de Corrala de Lavapiés en la que todo está permitido y perfectamente coreado. Vivienda característica del viejo Madrid, con corredor interconectado y patio de vecinos, donde todo el mundo conoce las miserias de los demás. No menos de quince en total y presidiendo la mesa el portador de una guitarra que de momento descansaba en el rincón adyacente. Allí estaban, charlando amigablemente y sin tomar consumición alguna hasta bien entradas las diez de la noche. En España la gente sale tarde y fue a partir de las 22 horas cuando el local se fue llenando de comensales.


Para esa hora nosotros, los cuñados, ya estábamos a mitad de la cena y en relajada charla amparada por el sabroso contenido de la primera botella y mediados de la segunda. De repente el que ocupaba la cabecera de la mesa vecina cogió la guitarra y empezó a desgranar algunos acordes y hasta algún punteo de bastante calidad. No teníamos ningún interés en observarles, pero allí el espacio no sobra y estábamos por tanto a escasos centímetros uno de otros. Su cena eran diferentes raciones de las que todos picoteaban, regándolas con cervezas y refrescos. A medida que salían las raciones el nivel de las notas de la guitarra y el acompañamiento de voces y palmas de los contertulios aumentaron notablemente hasta niveles del madrileño Corral de la Pacheca.


La conversación se hizo imposible pues todos hablábamos a gritos y ni aún así oíamos lo que cada cual decía. La cena estuvo bien, pero hubiera podido ser más larga y mejor si todos los allí reunidos hubiéramos sido más comedidos. Llegadas las once de la noche, de todo punto temprano para el horario español, marchamos del local con mayor o menor dolor de cabeza, mientras el sonido de las palmas y los cantos desentonados inundaban aquel barrio que se supone tranquilo y exclusivo para el descanso vacacional, vaya...


El "guitarrero" lo hacía bastante bien pero los palmeros iban a su aire, mientras los cantores (no de Híspalis) convertían el grupo musical en taller de chapa y pintura. Hasta sus hijos abandonaron la mesa. Con un dolor de cabeza más o menos acusado, marchamos sin pedir los cubatas que pretendíamos. Allí quedó la "fiesta", no de tunos sino de tunantes, sin enterarse que las fiestas particulares se celebran en la casa de cada cual y no en locales públicos. Y la noche acabó como acaban esa clase de noches: ¡con una aspirina...!

RAFAEL FABREGAT 

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