11 de octubre de 2014

1543- EL DEMONIO DE SAN PLÁCIDO.

En la ciudad de Madrid y junto a la misma plaza del Callao, se encuentra el convento de San Plácido. Es curioso que miles de personas pasen cada día frente a las puertas de tan santo lugar, en el que solo se respira paz y recogimiento, cuando en el siglo XVII fue obligatorio a requerir los servicios del inquisidor general Don Diego de Arce y Reinoso ante las maquinaciones de Satanás. 


Fue habilitado en 1623 con el nombre de Monasterio de la Encarnación Benita, por Don Jerónimo de Villanueva, ministro de Felipe IV. A tal fin mandó derribar unas viejas casas de su propiedad y construyó este monasterio 
para que entrase como abadesa su prometida Doña Teresa Valle de la Cerda y Alvarado que, recibida la llamada divina, había decidido abandonar los vicios de este mundo pocos días antes de su boda con el ministro del rey. De inmediato el lugar fue habitado por jóvenes monjas de la Orden de San Benito pero apenas dos años después, en 1625, la mayor parte de ellas y hasta incluso la propia abadesa, empezaron a mostrar síntomas de posesión diabólica. De repente eran presas de fuertes temblores y quedaban con los ojos en blanco, lanzaban gritos desgarradores o tenían convulsiones que las lanzaban por el suelo...


La noticia se difundió por toda la villa y corte de Madrid y la Santa Inquisición tomó cartas en el asunto. Se interrogó bajo tortura a monjas, confesores y monaguillos, llegando a la conclusión que el origen de los hechos se hallaba en el confesor Francisco García Calderón, un joven y apuesto fraile, nacido en Tierra de Campos, que ya había sido condenado anteriormente por pertenecer a la secta de los Iluminados. Quedó demostrado feacientemente que, exceptuando alguna vieja o muy fea, el confesor se había acostado con todas las monjas del convento decenas de veces, tras convencerlas de que las relaciones sexuales no eran pecado si se hacían con amor hacia Dios. El padre se pasó por la piedra a casi todas sus hijas pues la lujuria se apoderó de las jovencitas y cándidas monjas, que veían en el "sacrificio" del sexo una forma de ganarse el Cielo y la Tierra, bajo la protección del Hacedor.

El pícaro era, en este caso, el padre Francisco que se acostaba muy especialmente con las más hermosas y complacientes. Nada menos que 26 de las 30 monjas enclaustradas constituían el harén particular de este hijo de Satanás, al que nunca mejor dicho hubieran podido adjetivar como Macho Cabrío del Averno, por tener todo un convento convertido en mancebía. Como párroco y confesor, estaba muy al tanto de las necesidades de cada una de ellas y procuraba mantener el buen tono del rebaño, pero el paternal pastor tenía más de cincuenta años y el número de ovejas era demasiado alto. Su buena voluntad pastoril no daba abasto para tenerlas a todas satisfechas y de ahí los síntomas de posesión diabólica que no era tal. Las ovejas no hacían otra cosa que declarar su insatisfacción, reclamando más abundantes pastos para tan jóvenes carnes.


Casi todas las monjas admitieron haber sido poseídas durante aquellos tres años por el irrefrenable Diablo. La guapa madre Teresa, abadesa del convento, era la presa predilecta del demonio al que llamaban el Peregrino. Sin darse cuenta, en sus eróticas conversaciones en el confesonario el padre Francisco creó ese ambiente de posesión colectiva e histerismo que después sería contrario a sus intereses. Como se ha dicho, en 1631 el caso pasó a manos de la Inquisición que una noche apresó al confesor, a la abadesa y a las monjas endemoniadas. Todos ellos fueron llevados a las cárceles de la Inquisición en Toledo. La tortura sacó a la luz comportamientos lascivos y libertinos de los presentes en terreno santo. El padre negó el cargo de "alumbrado" diciendo que no había tal y que solo había embaucado a las monjas para acostarse con ellas.


No habiendo motivo de adoctrinamiento, el confesor salvó su vida y "solo" fue condenado a reclusión perpétua en un convento, con ayuno de pan y agua tres veces por semana. La abadesa fue desterrada y recluida en el convento de Santo Domingo el Real de Toledo. Las monjas "poseídas" fueron obligadas a abjurar y se las recluyó en diferentes y apartados conventos. Sin embargo, gracias a la intervención de su antiguo prometido, la abadesa fue perdonada y restituida a su puesto en el convento de San Plácido. Su ejemplar conducta
llevó a revisar cinco años después el proceso con el apoyo de Villanueva. El Supremo admitió el recurso y en 1638 dictó sentencia favorable e indulto para todas las acusadas, no así para el padre Francisco que ya había reincidido en su nuevo destino con otra devota. Menos mal que estaba en ayuno... 

RAFAEL FABREGAT



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