3 de enero de 2014

1222- CONFESIONES EN VOZ ALTA.

REEDICIÓN.
Es que, claro, estos días de las Fiestas Navideñas... Familia, nostalgias, dos kilos que he cogido y no sé como dejarlos caer... Todo se acumula. En fin, que estoy reflexivo, ¿qué quieren que les diga?. Pero tranquilos, que aquí no pasa nada
Canal+ a los que tenemos de todo menos dinero (clientes Premium) estos días festivos nos ha regalado 10 películas de Taquilla gratis. ¿Podrán?. Me preocupa. A ver si se arruinan. No quisiera que cayera esa responsabilidad sobre mis espaldas... Películas recientes, rodadas con alto presupuesto. Buena música y mejor fotografía que nunca suelen pasar desapercibidas a los que tenemos la sensibilidad a flor de pìel. 

Una de ellas, americana y con excelentes vistas del Puente de San Francisco y de los rascacielos de Nueva York, despertó mi dormido cerebro.
Yo, que vengo de familia pobre de solemnidad, no puedo evitar sorprenderme al admirar tan majestuosas obras. Ya sé que tales vistas las hemos visto miles de veces en otras tantas películas, pero ello no es obstáculo para que siga sorprendiéndome su majestuosidad.
Yo me crié pobre. Mi padre tenía cuatro pedazos mal contados de tierra de escasa fertilidad, hacienda de mucho trabajo y poca cosecha, por lo que para subsistir ayudaba a su maltrecha economía haciendo escobas. Sí, aquellas de palma de monte y mango de caña. Oficio de pobres, con el que llenar un poco más el plato de lentejas, poniendo también patatas. 
Yo fui a la escuela primaria y pare usted de contar por lo que, cuando me casé, hube de seguir sus pasos. Dos días al campo y cuatro haciendo escobas, lo que no me impidió casarme con la chica más guapa del pueblo, tener tres hijas maravillosas y darles a todas los estudios que yo no pude alcanzar.

A pesar de todos los pesares, que por cierto me llenan de satisfacción, no puedo evitar el pensar cada vez que veo semejantes obras, como es posible que estemos donde y como estamos. Nada del otro mundo pero nos construimos una buena casa, viajamos y criamos tres hijas a quienes dimos una buena educación. Y todo eso atando un puñado de palmas a un trozo de caña. Yo cuando veo esos puentes y rascacielos, especialmente cuando son imágenes en primer plano, pienso que quienes hacen tales proezas no son de este mundo. No sé si me explico, porque lo que pienso no me es fácil de transmitir. Habiendo como hay gente capaz de hacer tales proezas, me pregunto si los que solo sabemos atar un puñado de palmas a un trozo de caña con una punta de alambre tenemos derecho a vivir. 

Por lo visto en este mundo todo es necesario. El puente colgante sobre la bahía de San Francisco y los rascacielos de Nueva York, pero también las antiguas escobas de palma. Especialmente si se trata de barrer determinada mierda que los modernos cepillos de PVC no recogen correctamente. ¡Qué cosas!. ¿Será posible que aquellos miserables, que solo sabemos hacer escobas ya usadas en las cavernas prehistóricas, también tengamos derecho a la vida?. Pues bien, por extraño que pueda parecernos, se ve que sí. La prueba palpable de ello es que aquí estoy yo. Como he dicho antes, con una casa estupenda y con una familia mejor todavía. Una extraordinaria mujer, que no sé si merezco, tres hijas y cuatro nietos que, son nuestro ojito derecho. 

Visto lo visto tendré que aparcar una modestia que al parecer no tiene razón de ser, por mucho que haya a quienes tal vez les cause vergüenza. En este mundo de Dios y de los hombres pocos son importantes, pero todos somos necesarios. Me cuesta creerlo, pero la práctica así me lo demuestra. Está el que hace escobas, el que barre y el que manda barrer, pero todos son necesarios para que la casa o la calle estén limpias. Claro que... esas escobas (mis escobas) no barren puentes como el de San Francisco ni rascacielos como los de Manhattan. Tendría que evolucionar pero, ¡la vida es tan corta!.  El día 17 de este mes cumplo 65 años. ¿A donde voy yo?. ¡Si no es a jugar a las cartas al Hogar del Jubilado!. La gente inquieta como yo puede bajar los brazos, ¡qué remedio!, pero no puede parar el cerebro. 

Me casé con 24 años. El bombón solo tenía 20 añitos mal contados. Ni una peseta, pero con todas las ilusiones de una pareja joven y enamorada. Seguimos sin una peseta, pero con todo el amor y las ilusiones... ¡intactas y la mayor parte conseguidas!, que no es poco. No vamos a contar aquí y ahora los sacrificios que ha costado alcanzar tales metas. Claro, ¡como no sabemos hacer puentes ni edificios de 100 plantas...! Criar tres hijas y darles cuidados y educación no fue fácil. Ya se darán cuenta ellas cuando hagan lo propio con sus hijos y que multipliquen por tres el esfuerzo. Y cuando se hacen mayorcitos, más todavía. Que si fuman, que si beben, que si salen, que si vuelven tarde, que Dios sabe si tomarán lo que no deben tomar... En fin, un no parar. Pero eso solo se sabe cuando lo sufres en tus propias carnes. 

Como he dicho antes, a pesar de los pesares y de alguna incomprensión, estoy satisfecho. Más que nada porque soy consciente de mi mediocridad. Quien nada tiene y poco espera, siempre se da por satisfecho. Es la ventaja de los pobres. Cuando empiezas de cero, la escalera siempre es ascendente y gratificante. Por el contrario el inconveniente de muchos jóvenes de hoy es que nacieron arriba. Desde el primer momento lo tuvieron todo y hoy se dan cuenta de lo difícil que resulta mantener el listón, incluso en niveles de mediocridad. ¿Acaso pensaban ellos que el dinero caía del cielo?. Pues no amigos, no. Ni del cielo ni de parte alguna. Nadie regala nada. Siendo como es gratuito, algunos te niegan hasta incluso el saludo. Y es que por mucho que trabajes, siempre hay árboles que se secan. No es culpa de nadie, sino de la mierda de mundo en el que nos ha tocado vivir.

RAFAEL FABREGAT

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