13 de septiembre de 2013

1126- LAVANDERÍAS DE LA ANTIGUA ROMA.

En aquellos tiempos, quizás mucho más que en los nuestros, al menos para la élite y también para los comerciantes de la antigua Roma, ir bien vestido era muy importante. Nada fácil teniendo en cuenta lo basto de la mayor parte de aquellas telas y la falta de elementos químicos con los que lograr el milagro de su limpieza. Los armarios andarían poco sobrados (!) y algo había que hacer para vestir con un mínimo de decencia y pulcritud.

En ese punto es cuando jugaban su importante papel las tintorerías, no solo ocupadas en teñir y preparar la ropa con la que coser los nuevos vestidos, sino también en su limpieza posterior y periódica. En el lenguaje de la época se llamaba a estos establecimientos "fullonicae/tinctoriae", negocios encargados de tan importante misión, como era el lavado, secado y planchado de la ropa y, en su caso, el retintado de la misma cuando ésta perdía su brillo o color. Más que ahora, la tela había de aprovecharse hasta el final. En muchas partes de Imperio y especialmente en Pompeya, se ha comprobado la gran cantidad de este tipo de negocios y el mucho espacio que ocupaban, por lo que debemos suponer que serían también los que más trabajo y beneficios conseguían. 

Se atendía diariamente a una ingente cantidad de clientes y era necesaria por tanto una gran cantidad de mano de obra y una infraestructura importante. 
Tanques de lavado y aclarado, zonas de secado y planchado y, por supuesto, decenas de pequeñas cubas para los diferentes tintes de uso cotidiano. A falta de los buenos detergentes que ahora llenan los estantes de cualquier droguería, el producto de limpieza de la época era la orina, que podía ser humana o de cualquier tipo de animales, mezclada con ceniza y cal. Siendo un elemento de limpieza insustituible, la orina estaba muy estimada y buscada. En todas las letrinas públicas o privadas la orina se recolectaba de forma gratuita por encargados que trabajaban para este tipo de empresas de limpieza, lo cual era ya de gran alivio para la ciudad y para los particulares el saber que tan desagradable trabajo de vaciar los retretes era algo que te hacían sin tener que pagar nada a cambio. 

También por las calles, aprovechando cualquier esquina o rincón, se colocaban vasijas en las que el viandante podía aliviar sus necesidades que los empleados de las tintorerías se encargaban de recoger. 
Los fullones eran esclavos dedicados a la recogida, acarreo de la orina y posterior lavado de la ropa. 
Primeramente estos hombres (algunas veces niños) limpiaban la ropa en grandes barreños pero, ante la gran demanda, pronto se hizo necesario hacerlo en una especie de tanques de albañilería, similares a los de tinte, dispuestos en la estancia correspondiente del establecimiento. 
Depositada dentro del estanque la cantidad de ropa de cada turno de lavado y los orines necesarios, los fullones pisaban durante un tiempo determinado la ropa para que se desprendiera de ella la suciedad. Para las manchas más fuertes de tipo grasiento, se utilizaban determinados tipos de tierra o arcilla que, más abrasiva, eliminaba este tipo de manchas más complicadas. 

Ni que decir tiene que el olor debía ser nauseabundo e insoportable pero, pasado el tiempo estipulado para ello, la ropa se sacaba del tanque del orín o del fango y se pasaba a otro de agua para su aclarado y de éste a otro más hasta dejar la ropa perfectamente limpia y aclarada. El siguiente paso era el secado. 
Siempre al aire libre, la ropa se tendía en el patio interior del establecimiento, en el tejado y hasta en las paredes de la propia calle. Ya seca, la ropa de lana se cepillaba o se cardaba con una especie de cepillos manuales de piel de erizo. 
Tras este arduo trabajo la ropa blanca requería de un esfuerzo adicional, cual era el de extenderlas sobre grandes marcos de alambre o especie de jaulas (vinimea cavea) y se quemaba azufre para blanquearla. En determinadas ocasiones y para blanquearla aún más, se espolvoreaba con arcilla blanca previamente al pressorium o planchado por prensa o estirado de la ropa. 
Un trabajo desagradable y ciertamente trabajoso, pero solicitado por todos los estratos principales de la sociedad romana por lo que sus propietarios, altamente valorados por aquellos principales que eran atendidos con la solicitud y rapidez requerida. 

El teñido de la ropa era allí mismo y con parecido sistema. La ropa era introducida en pequeñas balsas con el colorante correspondiente, normalmente derivados de plantas, insectos y crustáceos o mariscos. Se tenía a remojo con el producto el tiempo necesario y posteriormente se procedía a su lavado, secado y planchado, como en el caso del lavado normal. En el caso de mal tiempo o para colores que solían desteñir con una cierta facilidad, estas ropas se tendían mediante cuerdas en zonas sombreadas de la calle o en el desván de las instalaciones a fin de poder entregarlas con el mayor brillo y colorido posible.

Previo al invento de las planchas de hierro caliente, el sistema de planchado se hacía humedeciendo un poco la ropa y sujetándola en diferentes marcos de madera y mediante tornillos de madera que la mantenían tensa hasta su secado total. También había prensas calientes que la dejaban mejor, aunque se supone que sería un sistema bastante más caro por el tiempo que precisaba. Tras el nuevo secado de la misma quedaba bastante más alisada y tras un toque manual sobre mesa al efecto, se doblaba correctamente y se colocaba en su estante a la espera de la recogida del cliente. Esos eran pues los trabajos habituales de este tipo de establecimientos de la época romana. La mayor parte de estas fotos, son frescos de las antiguas lavanderías de la ciudad de Pompeya que, enterrados bajo las cenizas del Vesubio han quedado para la posteridad.   

Para recabar orina sin gasto alguno las fullonicae, normalmente instaladas cerca de las murallas siempre en zonas de comercio o mercados y por lo tanto en lugares altamente transitados, tenían instalados en su fachada ánforas perforadas en su base y conectadas por un canalillo con el interior del establecimiento para que los transeúntes pudieran aliviar sus necesidades. Incluso solían tener una rotulación que invitaba a hacerlo. El emperador Vespasiano, siempre con ganas de aumentar el contenido de sus arcas, emitió un decreto por el cual las fullonicae debían pagar una tasa por los orines recolectados en la vía pública. Suetonio cuenta que Tito, el hijo del emperador Vespasiano, recriminó a su padre dicho impuesto diciéndole que olía mal. El emperador extrajo de su bolsa una moneda de oro y poniéndola en la mano de su hijo le preguntó si le molestaba su olor.
- Claro que no -respondió Tito extrañado.
- Pues procede de la orina -dijo Vespasiano.

RAFAEL FABREGAT

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