14 de octubre de 2010

0173- LA RIQUEZA DE LOS POBRES.

Suena a contradictorio, pero no lo es. En la dictadura de Franco hubo de todo, porque nada tiene que ver la primera década con la segunda y menos todavía la tercera. La cuarta, ya con pocas facultades y cercenada a la mitad de su camino por la muerte del dictador, ya casi no cuenta. 
De todas formas, en la década de los 70, ya viejo el dictador, las presiones eran prácticamente nulas y mucha la prosperidad del pueblo llano. 
La televisión introducía en nuestras casas la modernidad y, poco a poco, los españoles fuimos viendo el final del túnel y la luz de las libertades. La verdadera riqueza del pobre no es otra que la libertad; la de expresión y la de elección. 
De pronto, mientras no fastidiases a los demás, todo estaba bien. La llegada de la Democracia trajo eso, libertad y prosperidad para todos. 
Borrachos y holgazanes no cuentan, pues para esos todos los gobiernos son iguales. 
La gente de bien solo pide salut y trabajo, los zánganos, huyendo permanentemente del trabajo y de toda obligación, solo piden pan, vino y ayudas económicas. Contar cómo transcurrió la vida de los españoles en la primera década posterior a la guerra civil (1940-50) no sería contar nada nuevo. 

Todos conocemos el hambre y las penalidades sufridas por todos los españoles en general y especialmente las que tuvieron que soportar aquellos que fueron señalados con el dedo dictatorial como integrantes del bando perdedor.
Durante meses, interrogatorios, palizas y cárcel, fueron el pan nuestro de cada día para muchos de ellos; algunos incluso la muerte. Posteriormente los que quedaron en libertad, fueron fichados como posibles sospechosos no se sabe de qué, obligándoles a presentarse diaria o semanalmente en los cuarteles de la Guardia Civil, además de sufrir el rechazo por parte de los vecinos integrados en el bando ganador. Dificultades en conseguir las cartillas de racionamiento y, aunque nada tuvieran que ver, contínuos interrogatorios ante cualquier problema que a nivel vecinal o comarcal se produjera.

La segunda década de la dictadura (1950-60) las cosas empezaron a suavizarse. Tras los duros trabajos de recuperación de los campos y empezándose a posibilitar la adquisición de los abonos, la agricultura empezó nuevamente a florecer. Al menos el hambre quedó olvidada y, aunque nadie conseguía ahorrar una sola peseta, se comía y se podía incluso tomar un café o un vaso de vino en el bar. 
En una sociedad bastante más machista que la actual, era costumbre entonces la partida de cartas con los amigos (domingos tarde) y alguna que otra velada en días de diario, en víspera de festivo o cuando el trabajo no apretaba. 
Los más pudientes y aquellos viejos solteros que ninguna mujer controlaba, incluso empezaban a realizar alguna merienda en las tabernas que entonces tanto abundaban. Los famosos callos, las habas secas con picada, las manitas de cordero en salsa y el vino peleón de la tierra, hacían brotar la alegría de los concurrentes y desataba las lenguas del personal. De esas meriendas, bien regadas, salían porfías sobre la categoría de sus mulos, la de sus perros o la cantidad de liebres cazadas el domingo anterior. Reuniones de amigos, disputas sin malicia que finalizaban con risas y unas partidas de guiñote, en las que los perdedores pagaban la ronda siguiente. 

Alegrías y burlas de los ganadores y maldiciones por parte de quienes perdían que achacaban a una mala jugada del compañero la pérdida de la partida.
Aunque la Guardia Civil no descuidó el control, en la década de 1960-70 la imposiciones empezaron a aflojar. Los pobres ya podían trabajar en domingos y festivos, de la misma manera que podían ir al cine entre semana. 
Jueves, sábados y domingos por la noche en Cabanes teníamos sesión de cine y cuando el final de la película se retrasaba en demasía, no era extraño ver también como los guardias esperaban a la salida o bien entraban en la sala, ante el próximo final de la película, comprobando la falta de menores en las películas no autorizadas. Al respecto de esta última cuestión, también los domingos por la tarde la Guardia Civil controlaba que no accedieran los menores a la sala en las películas para mayores. La censura era estricta, no solo en la prohibición del acceso a los menores de 18 años, sino también en las escenas subidas de tono, que en aquellos tiempos podían ser un simple beso en la boca o un escote demasiado atrevido, lo cual era cortado antes de la proyección.

A pesar de todo la gente, raza animal que más fácilmente se adapta a cualquier circunstancia, disfrutaba con cualquier cosa y, a su manera, eran tan feliz como lo pueda ser ahora o quizás más todavía. Cuando no se tiene nada, cualquier pequeño logro tiene un alto valor.
Por la noche los hombres, especialmente si al día siguiente era festivo, solían salir un par de horas al bar haciendo partida de cartas con los amigos. Estas partidas se repetían una y otra vez hasta la llegada de la pareja de la Guardia Civil que, entre once y media y las doce de la noche, pasaban por todos los bares para mandar a todos a la cama. La gente aprendió pronto la lección y, apenas asomaban los guardias en la puerta del bar, tiraban la baraja sobre la mesa y, tras pagar las consumiciones pendientes, marchaban hacia sus casas. No había quejas ni discusión al respecto. La lección estaba tan bien aprendida que tampoco hacía falta que los guardias dijeran a nadie lo que había de hacer. 

Su presencia indicaba que la velada había terminado y la gente, más temerosa que dócil, despejaba en cinco minutos el bar, para disgusto de sus dueños que veían cerrada la caja de sus ingresos.
Tampoco en el ámbito laboral las cosas funcionaban de diferente manera. Los guardias, buenos madrugadores, se apostaban en cualquier recodo de la carretera o del camino y por si trabajar en el campo de sol a sol no fuera ya suficiente desgracia, pedían documentaciones a los agricultores y comprobaban placas del carro o de la bicicleta, con el afán de obtener alguna multa y el beneplácito de sus jefes. Hoy, cuando (crisis aparte) no carecemos de nada, no damos el suficiente valor a lo que tenemos y eso es lo que nos impide ver lo mucho que poseemos, que no siempre hay que mirarlo todo desde un punto de vista económico. Para ser feliz, para realmente considerarte rico, no tienes que mirar el dinero que tienes en el banco. 

Más importante que eso es tener salud, armonía familiar, amigos que te respeten y te estimen... ¡y el plato lleno en cada una de las comidas del día, claro está!. Pero, sobre todo, la libertad. Una palabra que lo dice todo...
Quien crea en Dios, tendrá mucho que agradecerle. Nada de eso estuvo nunca garantizado en épocas anteriores y tampoco ahora en muchas partes del planeta. Esto que nos parece normal e insuficiente, es la meta inalcanzable de muchos de nuestros congéneres. Para ser feliz no hacen falta riquezas, sino saber mirar atrás. Quienes, por su juventud, no pueden conocer la satisfacción de tener el plato lleno, porque siempre lo han visto así, que lean un poco más. Lo que aquí se está contando no se refiere a épocas remotas, sino a realidades que sus abuelos, e incluso padres, han vivido. Y si no quieren recabar de sus mayores esa información, que miren algún documental que les demostrará que la más cruda pobreza aún existe en muchos lugares del mundo.

Mi generación es, ya con muchas probabilidades, una de las primeras que (con un poquito de suerte) podrá morirse de vieja sin conocer las calamidades de una guerra. Eso solo, ya es la mayor suerte que le puede caber a un ser humano. Si a esto le sumamos la de que, a cambio de tu trabajo, puedas tener garantías de comer, beber y dormir en paz y en libertad... ¿que más puede pedirse?
- ¡Que tonterías está diciendo este tío? -dirán algunos.
Bueno, serán tonterías, pero si analizamos la vida en profundidad... ¿Que hay aparte de eso?. ¡Nada más!. Nacer, crecer, reproducirse y morir. ¿Hay algo más?...
- ¡Ser rico! -dirán algunos...
Ser rico puede darte muchos lujos y comodidades, pero no la felicidad. Para nacer y para morir todos somos iguales. Consciente o inconscientemente, queremos vivir el presente y olvidar nuestro origen y nuestro destino. Si tuviéramos presente en todo momento, que nuestra vida es un suspiro y que en breve todo lo dejaremos aquí, no habría envidias y rivalidades; y con esa actitud llegaría el amor a todo y a todos.
No teniendo dinero, esa podría ser... ¡La riqueza de los pobres!.

RAFAEL FABREGAT

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